Alejandro Magno, crítica de la película de Oliver Stone con los actores Colin Farrell, Angelina Jolie y Rosario Dawson
Después de rodar una película propagandística consagrada al elogio sin mesura de Fidel Castro, Oliver Stone abandonó momentáneamente su querencia por la política de nuestros tiempos para llevar a la pantalla la agitada vida de Alejandro Magno, el gran conquistador macedonio. Para ello contó con abundantes medios y con un reparto de postín. Nunca antes había tomado las riendas de un proyecto de esta envergadura, acostumbrado como estaba a trabajar en filmes con una cierta enseña independiente y no especialmente comerciales. Visto el resultado, se puede decir que su primera incursión en el cine histórico se ha saldado con un éxito matizado por varios defectos palmarios e insalvables.
El mayor problema de ‘Alejandro Magno’ está en la elección del actor principal. Este fenómeno se viene repitiendo con asiduidad en muchas películas de reciente factura, tales como ‘El reino de los cielos’ o ‘Gangs of New York’, por poner sendos ejemplos. A menudo se sacrifica el factor interpretativo por el reclamo de un rostro bonito, y eso, claro está, repercute en el plano artístico. Colin Farrell es un actor con un rictus facial pétreo que tiene verdaderas dificultades para expresar sentimientos. Si a su incapacidad para componer un visaje convincente le añadimos que el enfoque que predomina en el filme es el dramático, entonces nos encontramos con que el planteamiento no se adecua a las habilidades de los intérpretes; y de esa combinación no puede salir nada bueno. Las secuencias más flojas son precisamente aquéllas en las que Alejandro Magno se enfurece y prorrumpe en sollozos, como cuando mata a Clito después de que éste se atreviese a desafiar su autoridad burlándose de él. Colin Farrell no sabe llorar, y como le ocurre a todos los actores que no saben hacerlo, sus músculos faciales se contraen en un mohín ridículo. También presentan un cariz vergonzante las escenas de amor entre el rey y su fiel amigo (y amante) Hefestión, que están trufadas de unos diálogos sensibleros. En su descarga hay que decir que en su actuación se observa que ha estudiado con ahínco la personalidad de su personaje, que fluctúa entre la generosidad y la crueldad, pero en ningún momento consigue darle una impronta de verosimilitud. Por otra parte, y por lo que al físico se refiere, no entiendo qué necesidad había de elegir al actor irlandés para este papel cuando su pelo es moreno, siendo el de Alejandro Magno rubio. Los tintes se deberían evitar siempre que sea posible. También choca que los actores que encarnan a Olimpia y a su hijo tengan la misma edad, aunque no olvido que en aquella época se era madre a edades muy tempranas. Jude Law era, a mi modo de ver, el actor ideal para este papel, tanto por su fisonomía como por su calidad interpretativa. Sólo con este cambio la película habría ganado muchísimo.
Si, como decía antes, el enfoque que Stone ha querido dar al filme es dramático es, sin duda alguna, para el lucimiento de Angelina Jolie, que está soberbia desde los planos iniciales. Su turbadora sensualidad está muy bien aderezada con esas gotas de demencia que proporciona el ansia de poder. Si el director se hubiera centrado más en las campañas militares de Alejandro Magno su aparición habría sido meramente testimonial. Es una lástima que no tuviera a su lado a un actor de su talla para darle la réplica en las secuencias en que se respira un aire con sabor a incesto y traición. Angelina Jolie muestra a la perfección el carácter ambicioso y manipulador de Olimpia, manejando a su voluntad los sentimientos de Alejandro para ponerlo en contra de su padre Filipo II. También representa con trazo fino y sutil la ambigüedad de su relación con su hijo, que discurre a intervalos irregulares entre el amor materno y el amor carnal. La voluptuosa hija de John Voight da una lección magistral de interpretación, expresando sin decirlo abiertamente que Alejandro Magno es ella, su creación, su obra maestra a la que ha dedicado toda su vida. Por eso sus éxitos son los de ella. Todos los rasgos que los poetas argivos atribuían a la mujer (veleidad, ambición, manipulación, pasión, cólera, etc.) y que tan bien aparecen representados en la mitología (en las arpías, en las sirenas, en las Furias o en las Gorgonas) están contenidos en Olimpia.
Del resto del reparto destacan los nombres de Anthony Hopkins, Val Kilmer, Jared Leto y Rosario Dawson. El primero es el narrador de la historia, Ptolomeo. La voz en off parece casi una figura obligatoria para esta clase de películas, pero estaría bien que de vez en cuando se experimentara para buscar fórmulas alternativas que se alejaran de estos cánones (lo que digo de la voz en off también vale para los planos que muestran el mundo de la época). Como comodín es idóneo, pues no hay nada mejor para referir al espectador los pensamientos de un personaje, pero se abusa de él. Aunque no puedo desprenderme de la impresión de que la presencia de Hopkins en ‘Alejandro Magno’ responde a un interés netamente pecuniario, lo cierto es que está correcto. También tiene la suerte de que los diálogos que Oliver Stone pone en su boca son los más inteligentes, y eso, quieras que no, ayuda. Si me gusta esta película, a pesar de sus muchos defectos, es porque no es nada complaciente ni maniquea, y en eso tienen mucho que ver las reflexiones de Ptolomeo. Él se pinta a sí mismo como un buitre en el lecho de muerte del emperador, exactamente igual que al resto de los diadocos. No es condescendiente para consigo mismo, muestra sin ambages sus miserias y lo mismo ensalza las virtudes de Alejandro Magno que condena sus arrebatos despóticos. Una de sus opiniones me parece reveladora de su sinceridad: cuando, después de que el héroe macedonio mandara ejecutar a los sediciosos de su ejército, Ptolomeo, pese a la crueldad de tal acto, lo justifica aduciendo que en esas circunstancias cualquier general habría actuado igual.
Val Kilmer encarna a Filipo II, el tuerto. Tenía mis dudas de que lo hiciera bien, porque no le veía en ese papel, pero me sorprendió gratamente. En la tragedia familiar que representa ‘Alejandro Magno’, Filipo aparece primero como el verdugo y luego como la víctima (justo al contrario que Olimpia), cuando es asesinado en el acto de su coronación. Val Kilmer muestra con acierto la rudeza de este guerrero tosco pero al mismo tiempo sensible. En la primera secuencia se le ve beodo, rijoso y bruto, cuando intenta violar a Olimpia en presencia de un Alejandro Magno niño que aún vive bajo las faldas de su madre. Su naturaleza más sensible y erudita aflora en una secuencia posterior, cuando muestra a su hijo una cueva con unas pinturas que representan las tragedias (una tragedia que él repetirá, como sucesor de Aquiles) de los héroes y semidioses griegos, desde Prometeo a Edipo, pasando por Heracles. Ésta es, sin ningún género de dudas, la mejor secuencia de la película.
A Jared Leto le tocó bailar con la más fea. Las intervenciones de Hefestión se reducen a unos diálogos vacuos y amanerados que me hacen pensar que Oliver Stone tuvo algún prurito en mostrar un amor homosexual. Sólo así se explica que no haya un solo beso entre Alejandro Magno y Hefestión (cuando, curiosamente, sí se besa en la boca con el eunuco persa Bagoas). Esas trenzas o rastas que lleva no me parecen un peinado apropiado para la época. Hefestión simboliza la lealtad, el refugio y el consuelo de Alejandro en un mundo hostil, y, por lo tanto, su función en la película es la de objeto amado (lo cual no permite grandes alardes interpretativos). A estas alturas no deja de sorprender que los profanos en Historia Antigua y los gazmoños (que se cuentan por legiones) pusieran el grito en el cielo al ver los arrebatos amorosos de dos hombres, como si eso no ocurriera hoy en día. Criticar ‘Alejandro Magno’ por la bisexualidad de su protagonista, como se la ha criticado, es lo más bajo a lo que se puede caer.
Rosario Dawson encarna Roxana, la mujer de Alejandro Magno. Su personaje tampoco daba lugar a licencias interpretativas, y en su caso la única objeción que se le puede poner es que el color de su piel no es muy frecuente en Asia Menor. Hay que decir que la secuencia en que mejor está Colin Farrell es cuando pugna con Roxana en la cama y la posee con su fuerza y con su valor. Es de agradecer que Oliver Stone no se dejara llevar por lo ‘políticamente correcto’, y así no manifieste ningún reparo en mostrar la violencia de las relaciones entre hombre y mujer que imperaba entonces.
El relieve que el realizador da al aspecto dramático va en detrimento de la acción. Para una película época que dura casi tres horas, se me antojan insuficientes dos batallas; aunque, eso sí, ambas están muy bien rodadas. La primera de ellas, y a la que más tiempo consagra, es la de Gaugamela. Esta batalla viene precedida por una elipsis que desconcierta a muchos espectadores. Se trata de un salto en el tiempo que va desde la disputa entre Alejandro Magno y Filipo acerca de su nuevo desposorio hasta los prolegómenos del segundo enfrentamiento entre el rey macedonio y el rey persa Darío III (el primero fue en la batalla de Isos, de la que se conserva un excepcional friso). En contra de lo que suele ser habitual, Stone concede una gran importancia a la estrategia. En los primeros planos vemos a la plana mayor macedonia reunida para determinar el ataque. El director tampoco se olvida de los rituales previos a la batalla, y de esta manera vemos a un arúspice degollando y removiendo las entrañas de un carnero para encontrar buenos auspicios en el trascendental lance. Ya en la batalla, los movimientos de las falanges de hoplitas están controlados con gran orden. Incluso un rótulo señala la ubicación del cuerpo militar: ala izquierda, frontal, etc. Los hoplitas crean una columna impresionante y terrorífica (para el enemigo) con su formación compacta y sus sarissas enhiestas. La disciplina macedonia contrasta con el desorden persa, que se lanzan al ataque confiando en su superioridad numérica. Un detalle que habla del buen hacer del realizador es el pasillo que hace la falange cuando un carro falcado atraviesa sus filas. Los griegos conocían muy bien estas armas características de los persas y sabían cómo hacerles frente. Los planos aéreos del águila, que simboliza la victoria que corona a Alejandro Magno y su naturaleza sobrehumana (Olimpia decía que su verdadero padre era Zeus, que adquirió la forma de serpiente para introducirse en su alcoba), en adición a las nubes de polvo que levantan ambos ejércitos, crean un efecto muy estético. La confusión inherente a toda batalla está presente hasta el último momento, cuando el héroe macedonio carga con su caballería de Compañeros directamente contra Darío III, quien, asustado, huye y deja a su ejército a merced del enemigo. Esta última parte es la peor resuelta, porque el rey persa ni siquiera es herido, y así, su abandono es precipitado. La realidad fue de otra forma. Eso sí, los planos medios de Darío con expresión serena y confiada y dando órdenes con señales de sus manos no tienen desperdicio. La sangre fluye a borbotones y salpica la cámara en un montaje frenético que no da respiro al espectador. Esto es una marca de la casa de Oliver Stone, a quien se ha acusado de fomentar la violencia con filmes como ‘Asesinos natos’.
Tras esta batalla hay una analepsis desconcertante en la que se cuenta el asesinato de Filipo y la entronización de Alejandro Magno, en una conspiración orquestada por Olimpia. Esta secuencia no está encajada en el lugar más adecuado, ya que rompe la línea temporal de una forma abrupta. Luego encuentran a Darío muerto a traición por sus sátrapas y entran en Babilonia. La suntuosa ciudad está bien recreada, pero se nota demasiado el toque digital. Otro tanto ocurre en Alejandría, desde donde Ptolomeo narra (y escribe) la historia. La población aclama a su nuevo rey y tira a su paso pétalos de rosas, en una imagen que recuerda demasiado a ‘Gladiator’.
La segunda batalla es la del Indo, y supone el final del sueño de Alejandro Magno, que sale derrotado. La poderosa embestida de los elefantes vence a la disciplina macedonia. Por aquel entonces los elefantes aún no se utilizaban en el Mediterráneo como arma de guerra, así que no se habían ideado medios para combatirlos. El barritar de los paquidermos unido al ruido de sus pasos a través del bosque te deja una sensación de temor y desconcierto, que es la que paraliza a los hoplitas. La secuencia está muy lograda, pero sobra ese plano congelado de Alejandro Magno a lomos de Bucéfalo encarándose a un elefante, que está claramente concebido para ser incluido en el tráiler. Tampoco encaja bien ese filtro rojo que empapa las imágenes una vez que el héroe ha sido derribado. Esto forma parte de los excesos formales a que nos tiene acostumbrados Oliver Stone.
La mayor decepción de ‘Alejandro Magno’ es su banda sonora. Es el fracaso más estrepitoso de Vangelis. El que fuera compositor de obras inolvidables como ‘Blade Runner’ o ‘1492: La conquista del Paraíso’ creó para esta ocasión una serie de piezas sin gancho, sin sentido del ritmo, de una sonoridad plana. Es una música que ni siquiera acompaña con dignidad a las imágenes.
Se ha dicho que la película no es fiel a la Historia, pero yo no veo que sea así. Los acontecimientos más importantes en la vida de Alejandro Magno están mostrados: su formación a cargo de Aristóteles, la doma de Bucéfalo, sus hazañas militares (la elección de las batallas es otro cantar), su expedición a la India, la forja del mayor reino conocido, su carácter melancólico y tiránico, su voluntad por unificar a todos los pueblos, etc. Se podría haber añadido o suprimido algo, pero hay que respetar la decisión del director de centrarse en el drama familiar de un hombre que dominó el mundo con tan sólo 25 años. A fin de cuentas, lo más fácil, lo que hubiera hecho un Michael Bay o un Roland Emmerich, es hacer girar toda la historia sobre un campo de batalla.
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Óscar Bartolomé