Better Call Saul, crítica de la serie sobre Saul Goodman (Jimmy McGill)
Cuando Vince Gilligan y AMC anunciaron que ‘Breaking Bad’ tendría un spin-off en la figura del picapleitos intrigante y charlatán Saul Goodman (Bob Odenkirk), muchos fueron los que desconfiaron del proyecto, casi tantos como los que acogieron la noticia con grandes expectativas. En la historia de la televisión los spin-off no han gozado de mucho éxito, como tampoco de buena reputación –quizás la única excepción sea ‘Frasier’–, y teniendo en cuenta que el referente era nada menos que ‘Breaking Bad’, la serie más aclamada de los últimos tiempos, el reto no era nada fácil. Sin embargo, una vez acabada la primera temporada, que consta de tan sólo diez episodios, podemos afirmar que ‘Better Call Saul’ ha superado la prueba, y además con nota, hasta el punto de que incluso aquellos que no hayan visto ‘Breaking Bad’ (¿aún queda alguien que no la haya visto?), pueden seguirla con fruición y sin perderse en las tramas ni en los personajes vistos con anterioridad. ‘Better Call Saul’ es ya, por méritos propios, una serie con personalidad propia, deudora del feraz universo de ‘Breaking Bad’, sí, pero con un interés que va mucho más allá de lo anecdótico, que el de ser una precuela o un derivado más o menos simpático de una incontestable obra maestra.
Los responsables de ‘Better Call Saul’ son los mismos que crearon ‘Breaking Bad’; a saber, el dúo Vince Gilligan y Peter Gould. Ellos, por sí solos, eran una garantía de calidad, y merecían nuestro voto de confianza, confianza que no se ha visto defraudada.
‘Better Call Saul’ nos cuenta cómo el ingenuo y honrado (honrado, sí) abogado de oficio (attorney at law) Jimmy McGill –Slippin’ Jimmy, o Jimmy “el escurridizo”– se convierte en el cínico y teleológico Saul Goodman; porque cuesta creerlo una vez visto ‘Breaking Bad’, pero Saul no siempre fue un leguleyo sin escrúpulos, amante del dinero fácil, amigo de los narcos y fuente permanente de problemas. A decir verdad, pese a su verborreica elocuencia, ni siquiera fue un abogado vocacional –de hecho, se sacó el título en la Universidad Americana de Samoa, a través de un curso a distancia–. Es más, en sus años mozos, cuando residía en Chicago, Jimmy era un bala perdida, un timador de poca monta que fue encarcelado por exhibicionismo y acoso sexual (y por una acción tan bochornosa como escatológica). Y más tarde, cuando enderezó su descarriada vida, trabajó de repartidor de correo o, lo que es lo mismo, de chico de los recados en el bufete de abogados de su hermano Chuck (Michael McKean).
Jimmy es, pues, un abogado de oficio al que sólo le dan los casos más disparatados, los que no tienen ninguna oportunidad o visos de salir airosos. Sus estipendios son miserables, y vive con lo justo, con un coche hortera y desvencijado que le hace parecer ridículo. Su despacho, si es que puede llamarse así, es un cuartucho alojado en el trastero de un salón de manicura chino en el que casi no cabe, desplegada, la cama plegable en la que acostumbra a echarse la siesta. Su teléfono nunca suena y, por más que lo revisa, nadie le deja mensajes en el contestador. No tiene clientes. Su carrera profesional es un completo fracaso.
En este punto es preciso señalar que aunque Jimmy, el abogado, se toma la ley como algo serio, y no se aparta de la legalidad, nunca deja de recurrir a las tretas y añagazas del otro Jimmy, “el escurridizo”, para obtener beneficio, como el fallido simulacro de atropello de los skaters o la farsa televisada de rescate heroico en el accidente de la valla publicitaria. ¿Y por qué no quiso que Chuck le viera aparecer como héroe en la portada del periódico local de Albuquerque? Es obvio. Porque le daba vergüenza. Temía defraudarle, no estar a la altura.
Como le ocurriera a Walter White, que se sentía infravalorado y menospreciado –y ahí estaba, en estado latente, el germen de Heisenberg–, Jimmy también siente que todos, empezando por Chuck, le tratan como a un inútil, como a un niño díscolo o a una oveja negra, y que él vale mucho más y tiene que demostrarlo y, sobre todo, demostrárselo por todos los medios. El hecho de que viva en casa de su hermano, y que tenga que hacerle de recadero, pues éste padece una extraña patología, hipersensibilidad a los campos electromagnéticos –que luego se demostrará que no es una enfermedad de origen físico, sino mental; un trastorno psicosomático– que le impide salir al exterior para evitar la radiación solar y la exposición a las ondas emitidas por los aparatos electrónicos, da una muestra fehaciente de cómo Jimmy vive a la sombra de su hermano, a quien admira casi hasta la idolatría.
La única que confía en él y atisba su verdadero potencial es Kim (Rhea Seahorn), la abogada que trabaja para el bufete HHM, Hamlin & McGill, del que Chuck es socio fundador, aunque apartado sine die de la actividad laboral por causa de esa enfermedad que le incapacita incluso para lo más básico y le confina a vivir recluido como un ermitaño y a envolverse en una manta térmica de aluminio (papel Mylar) que le hace parecer un extraterrestre –imagino que, en su fuero interno, cree que actúa a modo de jaula de Faraday, protegiéndole de los campos electromagnéticos–. Después de ver cómo se sacrifica Jimmy por su hermano mayor –que también ejerce de tutor y de modelo de conducta tanto en lo personal como en lo profesional, pues es un jurista prestigioso–, es inevitable sentirse traicionado cuando descubrimos que ha sido Chuck, y no el elato Howard Hamlin (Patrick Fabian), quien le negaba su entrada al bufete y, más aún, su condición de abogado.
Y ahí es cuando todos los ideales de Slippin’ Jimmy se vienen abajo y con ello aflora al exterior y se adueña de él su heterónimo Saul Goodman, el picapleitos de dudosa moral que busca el éxito profesional sin hacer ascos a ningún escrúpulo o prurito ético o deontológico.
Un acierto de Vince Gilligan y Peter Gould fue no centrarse únicamente en la figura de Jimmy, por muy atractiva que pueda resultar, sino profundizar al mismo tiempo en la enigmática personalidad de ese personaje de rostro tan impenetrable como taciturno que es Mike Ehrmantraut (Jonathan Banks), quien, después de todo, no deja de ser el compañero de viaje de Saul. De hecho, el capítulo sexto, Five-O, que trata en exclusivo sobre él, me parece uno de los mejores. Gracias a esta primera temporada de ‘Better Call Saul’ sabemos por qué dejó de ser policía, por qué significa tanto su nieta para él y de dónde proviene su cinismo y su relativismo moral.
–Espera. No soy un mal tío.
–No he dicho que fueras un mal tío. He dicho que eres un delincuente.
–¿Cuál es la diferencia?
–He conocido a delincuentes buenos y policías malos, sacerdotes malos, ladrones honrados. Puedes estar en un lado de la ley o en el otro, pero si haces un trato con alguien, mantienes tu palabra. Puedes irte a casa hoy con tu dinero y no volver a hacer esto jamás, pero cogiste algo que no era tuyo, y lo vendiste para obtener un beneficio. Ahora eres un criminal. ¿Bueno?, ¿malo? Eso depende de ti.”
Este diálogo de Mike es muy revelador, porque al final ‘Better Call Saul’ trata sobre lo que está bien y lo que está mal, pregunta que constantemente se hace Jimmy en el ejercicio de su profesión, sobre todo al pensar en aquel millón y medio de dólares de los Kettleman que dejó escapar, y cuya respuesta Mike tiene muy clara. Él se limita a hacer aquello por lo que le pagan, y no se cuestiona nada más. Ese código de conducta –como el bushido– le facilita las cosas, sobre todo de cara a su conciencia.
Pero Mike también tiene un pasado, un pasado triste y doloroso, y sólo en los últimos capítulos empezamos a ver cómo se empieza a introducir en el mundo criminal. De ahí que al principio choque tanto verle trabajar en algo tan rutinario y desprovisto de toda épica como guardia de seguridad de un aparcamiento, el primer vínculo que establece con Saul.
Ahora bien, después de ver cómo en los dos primeros capítulos aparecían dos caras conocidas de ‘Breaking Bad’ como Mike y Tuco –lo de Mike tiene su justificación, habida cuenta de que cuando lo conocimos trabajaba para Saul, además de para Gus Fring, pero Tuco no tenía por qué cruzarse en el camino de Jimmy, y, la verdad, no es muy razonable que eso ocurriera–, me temí que esto fuera a convertirse una sucesión de cameos. Falsa alarma. Por suerte, al final no fue así.
No obstante, hay muchos aspectos en ‘Better Call Saul’ que recuerdan a ‘Breaking Bad’: desde un punto de vista narrativo, los prólogos con flashbacks o flashforwards que apuntan detalles significativos acerca de los personajes que luego serán debidamente desarrollados; y desde una perspectiva estética o visual, los planos picados y contrapicados, la cámara subjetiva y meticulosa –como cuando nos muestra cómo extrae las bolas de la ruleta del Bingo–, los encuadres oblicuos, la obsesión por el detalle y la anagnórisis –la papelera pateada por Jimmy en el bufete de abogados, que nos evoca aquel dispensador golpeado por Walter White en la consulta del oncólogo–, y una paleta de colores cálidos, terrosos, con tendencia a la saturación, algo que casa bien con la calinosa atmósfera de Albuquerque.
Pero las afinidades o coincidencias no acaban aquí. Son muchos los guiños que Vince Gilligan y Peter Gould introducen para disfrute del espectador avisado y amante de ‘Breaking Bad’: la escena en el desierto con Tuco, que es la misma localización donde transcurre la famosa secuencia “Say my name”; la residencia de ancianos, que es aquélla en que los primos de Tuco encuentran a Héctor Salamanca; los chascarrillos que Saul Goodman le contó a Skyler sobre su ligue haciéndose pasar por Kevin Costner; el eufemismo “mandar de viaje a Belice”; la alusión a la pintora Georgia O’Keeffe, la favorita de Jane Margolis; concertar las citas con sus clientes en salones de belleza y manicura, preferiblemente chinos; incluso ese prólogo inicial filmado en un preciosista blanco y negro, donde se nos muestra a un Saul inquieto y medroso, y físicamente cambiado, trabajando en una pastelería Cinnabon de un centro comercial de Omaha, Nebraska, y que nos lleva a pensar que está en un programa de protección a testigos, como anunció, proféticamente, a Walter White en su último encuentro. También el uso de la música es análogo. Si en los mejores momentos de ‘Breaking Bad’ sonaban ‘Crystal Blue Persuasion’, de Tommy James & The Shondells, y ‘Bay Blue’, de Badfinger, en el epílogo de ‘Better Call Saul’, cuando Jimmy McGill se despide de Mike en el aparcamiento anunciando su metamorfosis, primero silba el estribillo y a continuación empiezan a retumbar las guitarras de ‘Smoke on the Water’, de Deep Purple. Por lo tanto, la música como coadyuvante de la transformación psicológica.
Los créditos de ‘Better Call Saul’, así como su ráfaga sonora, son deliberadamente horteras y sucintos –una vez más, la obsesión de Gilligan y Gould por el minimalismo–, casi tanto como el logotipo que luce Jimmy en su tarjeta de empresa (por favor, eso de usar el símbolo de una balanza para el logo de un despacho de abogados es lo menos creativo que existe, y qué decir de la tipografía y los colores corporativos, simplemente horrendos). Como queda claro tras ver su despacho en ‘Breaking Bad’, Saul siempre ha sentido debilidad por la prosopopeya, un gusto rococó y un acusado horror vacui.
‘Better Call Saul’ ya ha demostrado que funciona como una serie independiente al margen de su nave nodriza ‘Breaking Bad’. La pregunta que ahora surge es: ¿será capaz de emular la excelencia de su predecesora?
- Información complementaria:
- Análisis de 'Breaking Bad'.
Tags: Better Call Saul, Saul Goodman, Jimmy McGill, Bob Odenkirk, Breaking Bad, Vince Gilligan, Peter Gould, Mike Ehrmantraut, Jonathan Banks, Tuco, Michael McKean, Walter White, Hamlin & McGill, Chuck, Rhea Seahorn, Patrick Fabian.
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Óscar Bartolomé