Sobre El Parnasillo

“Hola. Me llamo John Ford y hago películas del Oeste”. Así solía presentarse este borrachín de origen irlandés, lector ávido y cuyo nombre es, sin duda, sinónimo del cine. Ha pasado a la Historia como el director de westerns por excelencia, atestiguándolo títulos como: ‘La legión invencible’ (infame traducción de ‘She wore a yellow ribbon’, es decir, “Ella llevaba una cinta amarilla”); ‘Fort Apache’; ‘La conquista del oeste’ o ‘La diligencia’. Si bien, Ford cuenta en otros géneros con auténticas joyas, que particularmente incluyo entre mis favoritas (‘Mogambo’, ‘¡Qué verde era mi valle!’ y ‘El hombre tranquilo’ son inevitables ejemplos).
Dentro de sus obras maestras, ‘Centauros
del desierto’ (‘The searchers’, 1956) ha sido, con
justicia, una de las más reivindicadas por la crítica (Antonio
Gasset llegó a decir que era la mejor película de la historia
del cine)
y por los cineastas (Martín Scorsese, Orson Welles o Clint
Eastwood son ilustres adoradores del film).
Este western recoge todos los elementos que hicieron grandes a las obras fordianas: el retrato de la condición humana, la poesía en imágenes, la épica, y la limpieza y la honestidad en la narración. Él mismo negaba ser un autor de obras maestras, pero el tiempo ha acabado elevando sus películas a la categoría de maravillas.
‘Centauros del desierto’ está protagonizada por John Wayne, el actor fetiche de Ford, y quien representaba el héroe ideal del cineasta. Su presencia física, su forma de andar, su rudeza, ... todo fue aprovechado por Ford para forjar uno de los iconos más famosos del cine.
Wayne es Ethan Edwards, un racista consumido por el odio hacia los indios, y que tras la muerte de su hermano y su familia encuentra su única razón de ser en vengar esos asesinatos y recuperar a su más joven sobrina, Debbie, que con los años adquirirá el rostro de la deliciosa Natalie Wood. No importan la fatiga, el frío, el calor, los enemigos o el hambre; lo único que importa es completar la búsqueda.
Se presenta entonces la película como
un viaje y un círculo que se cierra. Texas 1868, con este
rótulo comienza el film, mostrándonos después a una mujer
que abre la puerta de su casa y fija su mirada en la figura
de un solitario jinete (Wayne), que a lomos de su caballo
se acerca lentamente. Cuando
baja de su montura, es cálidamente recibido por los habitantes
del rancho. Inversamente a Ivanhoe, que tras volver de Las
Cruzadas era repudiado en su hogar, Ethan es reverenciado
por sus familiares como un héroe de guerra, a pesar de pertenecer
al bando confederado, esto es, al perdedor. Es un claro contraste
con el último plano del film, donde Wayne vuelve a presentarse
frente a la casa, mientras observa cómo todos entran en ella,
volviendo él a la vida del jinete errante. En resumen, es
la historia de un solitario con una misión que cumplir, y
una vez acabada vuelve a ser el desamparado de siempre, que
como dice la canción cabalga lejos, lejos, lejos.
Aunque también interesante es otro círculo que en principio puede pasar más desapercibido. Después de cenar con su familia, Ethan, obsequia con varios regalos a sus sobrinos, y especial es el cariño que muestra hacia la pequeñaja Deborah, o Debbie como la llaman familiarmente, a quien le da un medallón de oro para más tarde levantarla en brazos con su vigorosa fuerza. Años más tarde, esa forma de alzar a su pequeña será la que emplee para izar a la ya moza Debbie (Natalie Wood). Un déjà vu que provoca en él un sentimiento de cariño y afecto que había llegado a olvidar. Porque es tan grande el odio que Ethan siente hacia la tribu comanche, que incluso dispuesto está a matar a su sobrina. Lo que en principio se convirtió en el desesperado intento de recuperar a una niña que él adoraba, se transforma en una limpieza de sangre propia de un proceso inquisitorial.
Ya desde el comienzo, Ethan deja claras
sus ideas. En una de las primeras escenas, concretamente en
la mencionada cena familiar, observamos la mirada que le echa
a Martin (Jeffrey Hunter), un
muchacho adoptado por su hermano y con sangre cherokee. “Podrías
pasar por un mestizo”, le dice con un agrio desprecio.
Y de esa relación con Martin, quien será más tarde su compañero
de fatigas, salen auténticas chispas. “Iba
a matarla. ¿Qué clase de hombre es usted?”, le espeta
Hunter a Wayne después de haber encontrado a Natalie Wood
con vida.
Otro de los grandes atractivos del film son sus paisajes y su fotografía, que es espléndida. John Ford se encontraba como pez en el agua en Monument Valley, desérticos parajes entre Utah y Arizona, donde se desarrolla el film. Ford veía este escenario como el más apropiado para sus westerns, y tanto es así que director y localización han quedado irremediablemente unidos. Para la gente del cine es casi un lugar sagrado. Allí no puede rodarse cualquier cosa, ante el temor de ser considerado un sacrilegio. En medio de esta desértica nada, los ranchos se presentan como auténticos oasis y zonas aisladas donde la vida es posible. Antológico es el ataque de los indios, cuando la patrulla dirigida por el reverendo Clayton (Ward Bond) es perseguida hasta el río. Entre dos colinas avanza la patrulla, cuando súbitamente, por la izquierda, aparece el jefe indio. Más tarde, a éste le siguen otros cuantos comanches, y por último la colina derecha se muestra a su vez repleta de pieles rojas, en un intento de crear una maniobra envolvente. Con una señal del reverendo la patrulla espolea sus caballos y se inicia la frenética persecución. Una escena de acción en la que conseguimos enterarnos de lo que pasa, y que podemos contemplar con auténtico gozo. El propio Ford decía al ser preguntado sobre su manera de dirigir: ”Lo único que intento es poner la cámara en el sitio más lógico”.
A su vez, otra gran escena es el ataque
de los indios al rancho Edwards. Secuencia que en realidad
no se ve. Ni falta que hace, porque está resuelta de una forma
magistral. Ya sabemos que los comanches andan por los alrededores.
Nos encontramos con el anochecer (crepúsculo, inquietante
silencio, ...), Aaron Edwards (hermano de Ethan) coge su escopeta
y manda callar a su perro, el cual ladra asustado en base
a su infalible instinto animal. Una bandada de pájaros huye,
señal de que algo les inquieta. Martha (esposa de Aarón) se
lanza a apagar luces y cerrar ventanas. Su hijo, con el sable
que le regaló su tío en mano, le dice azorado: “Mamá
estuve vigilando ahí fuera y...”, “¿Y
qué, cariño?”, pregunta su madre, “Que
quisiera que tío Ethan estuviese aquí”, acaba diciendo
el muchacho. Entonces todos se recogen en casa y Lucy (la
hija mayor) enciende una lámpara. “Lucy
no”, grita Martha mientras abofetea a su primogénita.
La cámara pasa a acercase cada vez más a la cara de Lucy que,
tras contraer una mueca de horror y pánico, lanza un grito
desgarrador. Después, todos aúnan esfuerzos por conseguir
que la pequeña Debbie escape a la masacre que se avecina.
Ésta,
llevándose a su muñeca favorita, huye por la parte trasera
de la casa y sólo se detiene para decirle al simpático perrillo
que vuelva dentro. Una sombra oscurece el plano, Debbie alza
la vista y descubre al jefe comanche, Cicatriz, quien toca
su cuerno de guerra. Lo que viene después ya lo sabe el espectador
sin necesidad de verlo.
Impagable es el momento en que Wayne llega al rancho de su familia, ya pasto de las llamas, y bajo los acordes de la música de Steiner, sacude su Winchester en el aire, lo despoja de su funda y con mirada que mezcla odio, impotencia y resignación, espolea su caballo y parte con la total seguridad de que encontrará los cadáveres de los suyos. El espectáculo que se presenta es desolador, habiendo sido el rancho objeto de una masacre, pero se agradece que Ford, sin perder un ápice la capacidad de generar sensaciones al espectador, no se regodee en los detalles escabrosos (el chiflado de Tarantino nos mostraría los fiambres expulsando sangre como la Fontana di Trevi). Tras la llegada de Ethan y Martin, el perro comienza a ladrar y gemir junto al lugar donde la niña dejó su muñeca. Ese momento es el principio del giro que da el film, el punto de inflexión que marca el inicio de la larga búsqueda antes referida.
Pero, en otro registro, dentro de este drama también cabe la comedia (quien conoce las películas del cineasta no puede tener la más mínima duda de ello), y dentro de las gracias más típicas se presenta la inevitable pelea. En este caso entre Martin y Charlie (Ken Curtis), los dos pretendientes de Laurie (yo no lo pongo con y), a quien da vida Vera Miles. También nos viene el humor de parte de la inofensiva locura del viejo Mose, el reverendo Clayton y sus berrinches, o la accidental esposa del despistado y sorprendido Martin.
Otro apartado a resaltar son los objetos,
que no cumplen función puramente figurativa. En medio de una
gran dirección artística, resalta, por ejemplo, el capote
de Wayne, que ayuda a crear una historia de amor que el espectador
intuye. Mientras Ward Bond toma su café, observa como Dorothy
Jordan (Martha Edwards) dobla y acaricia con el mayor de los
amores el susodicho capote. Prueba inequívoca de que Martha
estaba enamorada de Ethan, aunque probablemente la guerra
(y el carácter de él) los separó. Así que aquella mujer tejana
se vio en la necesidad de elegir al hermano de su amado, Aaron
(Walter Coy). Y ese capote tendrá su última función más tarde,
cuando sirve de sudario a la pobre Lucy Edwards (la escena
en que Wayne lo narra es tremendamente desgarradora). También
destacan el medallón; la espada, que Ethan regala a su sobrino;
la muñeca, con la que Ethan y Martin intentan reconocer a
la crecida Debbie; la mecedora, símbolo del sueño que anhela
el viejo Mose; o la carta que recibe Vera Miles y que es básica
en la estructura narrativa de la película.
Si los versos de Homero son la alegoría de la literatura, las películas de Ford lo deben ser de la cinematografía. Hay quien habla de las grandezas del movimiento Dogma o de los efectos digitales, pero yo tengo otro concepto de las películas. Para mí el cine es: la silueta de John Wayne en el final de ‘Centauros del desierto’, Shirley Temple utilizando un espejo para ver a su amado en ‘Fort Apache’, la primera mirada que cruzan Wayne y Maureen O’ Hara en ‘El hombre tranquilo’, Wayne deteniendo ‘La diligencia’, Clark Gable quitando el pañuelo de la cabeza de Grace Kelly en ‘Mogambo’, de nuevo Wayne hablando a la tumba de su esposa en ‘La legión invencible’, Roddy McDowall leyendo a Stevenson en ‘¡Qué verde era mi valle!’, etc.
Honestidad, habilidad para contar una historia sin complejos, sencillez en la puesta en escena, capacidad para epatar con el público, ... son cosas que se han perdido a día de hoy. Nadie mejor que Orson Welles lo expresó al ser preguntado por sus cineastas favoritos y sus influencias a la hora de rodar: “John Ford, John Ford y John Ford”.
Scaramouche