Cold Mountain, crítica, resumen y argumento de la película de Anthony Minghella
Anthony Minghella dio un salto de calidad cuando dirigió 'El paciente inglés', título que congració a crítica y público y que le aupó a lo más alto del escalafón cinematográfico. Puso el listón tan alto que su siguiente obra, 'El talento de Mr. Ripley', defraudó las expectativas de una legión de espectadores que habían quedado embelesados ante tanta belleza y que esperaban hallar otra genialidad. El año pasado nos brindó su hasta ahora último trabajo, 'Cold Mountain', una adaptación de la novela homónima de Charles Frazier, todo un clásico de la literatura contemporánea norteamericana, donde es de lectura obligada en las aulas.
'Cold Mountain' fue acogida con tibieza y provocó más bostezos que aplausos, lo cual es sintomático de la sequía de sensibilidad que padecemos, mucho más acuciante que la escasez de agua y que el bajo nivel del caudal de los pantanos. Cualquier película de Minghella es garantía de calidad y un reclamo tan poderoso como para pagar la entrada del cine, por muy cara que ésta sea.
Se echa de ver, en primer lugar, que la comparación con 'El paciente inglés' ha dañado la estimación que se tiene de 'Cold Mountain'. Esto es injusto en tanto en cuanto que prácticamente cualquier película saldría mal parada si se la ponderara a la luz de una obra maestra como ésa. Empero, la última creación del director británico atesora méritos suficientes como para verla con detenimiento y paladearla con fruición. Las similitudes entre ambas nadan en la superficie. Las dos cuentan una trágica historia de amor enmarcada en una gran guerra: la Segunda Guerra Mundial, en el caso de 'El paciente inglés'; y la Guerra de Secesión, en el caso de 'Cold Mountain'. Queda visto que a Minghella le gusta centrarse en los avatares de unos individuos inmersos en un macrocosmos tan vasto y adverso como un conflicto bélico. La emancipación de los sentimientos individuales, de los cuales el amor es el más vehemente e inalienable, frente a la masa opresora, que todo lo arrastra y extermina cuando se levanta en armas, es el eje fundamental sobre el que pivota su discurso.
El oficio de Minghella se manifiesta, entre otras cosas, en saberse rodear de un magnífico equipo técnico y artístico. Muchos de sus colaboradores le han jurado lealtad y le siguen en todos los proyectos que emprende. Juntos forman un grupo de una calidad incuestionable. Como el autor que es, él se ocupa de apuntalar los basamentos: el guión y la dirección. Algo que caracteriza a sus últimas películas es que todas son adaptaciones de novelas exitosas, cuyo título original conservan: ‘El paciente inglés’, obra de Michael Ondaatje; ‘El talento de Mr. Ripley’, de Patricia Highsmith; y ‘Cold Mountain’, de Charles Frazier. De la fotografía se hace cargo John Seale, un mago de la imagen capaz de obtener los fotogramas más alquitarados; y de la música, Gabriel Yared, un compositor en estado de gracia que aquí nos brinda un trabajo muy deleitable. A ellos se suma en esta ocasión la sobrada experiencia de Dante Ferretti en el diseño de producción, en cuyo haber figuran los colosales decorados que Martin Scorsese mandó construir en los estudios Cinecittà para ‘Gangs of New York’.
En el capítulo interpretativo Minghella siempre ha demostrado tener un fino olfato. Si para ‘El paciente inglés’ eligió un pareja de actores que desprendía llamas de pasión como el estupendo Ralph Fiennes y la exquisita Kristin Scott Thomas, para ‘Cold Mountain’ contó con otros dos intérpretes de primera fila como Jude Law y Nicole Kidman. El que fuera marido de Sadie Frost ya trabajó con él en ‘El talento de Mr. Ripley’, al igual que Philip Seymour Hoffman, que aquí vuelve a hacer un papel secundario.
Jude Law da vida a Inman, y, como viene siendo costumbre en él, está soberbio. Se mueve como pez en el agua en el registro dramático, lo mismo para reflejar la desolación de la guerra que el transporte amoroso. Por el contrario, Nicole Kidman no da lo mejor de sí, como si se sintiera incómoda en la piel de Ada Monroe. Obviamente, esto hace que la relación, que es tema principal de la película, se resienta en algunos momentos. Quizá por interpretar a una mujer de noble cuna, recatada y pudorosa, esté más fría de lo que debiera. Cuando baja la mirada ante un hombre, como era norma entre las damas de la alta sociedad, se la ve demasiado encorsetada. Asimismo, incluso cuando realiza tareas manuales está impoluta, sin despeinarse, como si en lugar de labrar asistiera a un baile. Lo que no se le puede negar es que irradia fulgores de belleza, algo que requería su caracterización; aunque da la impresión de que Nicole Kidman tiene más edad de la que se le presupone a un personaje de sus condiciones: dama de compañía joven e inexperta. A medida que se aproxima el desenlace, no obstante, su interpretación mejora ostensiblemente. Las malas lenguas propalaron que el rodaje de ‘Dogville’ la dejó tan extenuada física y anímicamente que no pudo rendir a su mejor nivel. En su descargo hay que decir que al espectador escéptico –aquél que sólo cree en lo que ve; y el amor pertenece al mundo de lo invisible– le cuesta asimilar que pueda surgir un amor tan sólido en cuestión de días, como si el amor a primera vista fuese un cuento de viejas. Para acercarse a ‘Cold Mountain’ es imprescindible despojarse de prejuicios mundanos y creer en las Parcas que tejen nuestro Destino.
Jude Law y Nicole Kidman están secundados por una serie de actores secundarios de auténtico lujo. De entre ellos, destaca por méritos propios Renée Zellweger, que se aleja de ese epítome de la mujer urbanita, histérica y tontorrona que es Bridget Jones para encarnar a Ruby Thewes, una granjera de buen corazón pero con modales de arpillera: el complemento ideal para una señorita que nunca en su vida ha dado un palo al agua. A estos tres intérpretes de postín hay que añadir otros de probado talento como el citado Philip Seymour Hoffman, Brendan Gleeson, Giovanni Ribisi, Natalie Portman, Donald Sutherland y un largo etcétera.
‘Cold Mountain’ está basada libremente en la vida de un pariente lejano de Charles Frazier, el verdadero W.P. Inman. Cuando era un niño, el escritor escuchó con arrobo las fabulosas historias que sus familiares le contaron sobre sus antepasados en los difíciles tiempos de la Guerra de Secesión. Entre ellas, la más apasionante era la del gallardo Inman, un soldado confederado que recorrió a pie 480 kilómetros desde un hospital de Virginia para encontrarse con su prometida en Carolina del Norte. La novela se publicó en 1997, y desde su puesta a la venta fue un rotundo éxito. Newsweek la calificó de “magnífica y genuina saga romántica que rebasa las cotas más altas de la literatura”. Anthony Minghella la leyó y le pareció un material de primera para llevarlo a la pantalla. La Guerra Civil norteamericana sólo le interesaba en la medida en que le proporcionaba un contexto incomparable para la heroicidad, de ahí que sólo rodara una batalla en las dos horas y media que dura la película: el asedio de Petersburg. Lo que más le atraía era la denodada búsqueda de Inman en pos del amor. El viaje del héroe, tanto físico como espiritual, salpicado de obstáculos que ha de superar para llegar a su destino, constituía, sin duda, un tema seductor, como se encargaría de resaltar el propio director:
Contiene todos los elementos que necesita una gran película: un héroe, un viaje, un objetivo, una serie de obstáculos, la mujer que espera pacientemente y Cold Mountain, que representa una época y un estilo de vida que han desaparecido para siempre.
No es para menos, porque la integridad del Inman ficticio, su amor imparable y su compasión, así como la aversión que siente por la guerra, no son fáciles de encontrar en un mundo en el que el relativismo y la frivolidad se abren paso a codazos.
A pesar de que ‘Cold Mountain’ sea un evidente alegato antibelicista, también nos da a entender que en tiempos de guerra surgen sentimientos que dignifican al hombre, tales como el amor puro y la camaradería. Una vida de regalo y molicie, por el contrario, es más proclive a las amistades interesadas y a los amores postizos, tales como los que vemos ahora. En ‘El paciente inglés’ la Segunda Guerra Mundial también cumplía la función de marco histórico o caldo de cultivo para la germinación de la semilla del amor prístino y ciego. Asimismo, queda patente que para Minghella en las guerras no hay ni buenos ni malos, sino tan sólo bestias sin conciencia y seres que sufren. Si en ‘El paciente inglés’ el conde Laszlo Almásy vendía sus planos a los nazis a cambio de un biplano con el que poder rescatar a la infortunada Katharine, cometiendo así un acto de traición, en ‘Cold Mountain’ Inman deserta de sus filas para buscar a su amada, también en peligro. Es especialmente significativo el momento en que, durante su convalecencia en el hospital, una enfermera que se apiada de él le lee una carta firmada por Ada en la que le comunica con desesperación y premura que le necesita, palabras que le hacen abrir los ojos, hasta ese momento cerrados. Luego de un fundido podemos ver cómo Inman sale del hospital rehabilitado y planea su fuga, con una resolución y una fe inquebrantables, espoleado por el amor, que vigoriza tanto como quebranta la muerte.
Las concomitancias entre una y otra obra no se quedan ahí. En ambas la tragedia flota en el ambiente, se presiente en esos miles de cadáveres que deja la guerra tras de sí. La flor del amor nace y crece en suelo infértil, rodeada de mala hierba, de un modo insólito e inesperado, aferrándose a la vida con todas sus fuerzas, para al final marchitarse en un agónico y hermoso canto de cisne. Sin embargo, el amor no desaparece del todo, sino que deja su semilla y renace convertido en otro ser, como es la hija que Ada tiene de su fugaz, mas intensa, unión con Inman. Para Minghella el verdadero amor es como una supernova: la estrella resplandece como nunca en el instante previo a su extinción.
Así como en ‘El paciente inglés’ la Gruta de los Nadadores era tálamo de amor y túmulo de muerte, así también en ‘Cold Mountain’ el pozo de Sally es espejo de Bruja: en sus aguas se puede leer el futuro, y el futuro siempre encierra un mal presagio, como bien sabían los griegos. Sólo quien cree en el Destino puede creer en el amor verdadero. Las historias que cuenta Anthony Minghella no serían tan arrebatadoramente románticas si en ellas el futuro no estuviera escrito. Cuando Ada escruta las aguas del pozo con un espejo en busca de un señal se confía plenamente a la voz del Oráculo. Desde ese mismo momento, y muy a su pesar, se hace a la idea de que su amor está destinado a no consumarse. Esa fatalidad que subyace en ‘Cold Mountain’ es lo que la hace tan triste y bella.
Los cuervos (negros) se contraponen a la paloma (blanca), en un claro binomio existencial. La paloma simboliza la paz y el amor, mientras que los cuervos –recordemos que los males nunca vienen solos, sino acompañados– auguran la cercanía de la muerte. En una secuencia dotada de una sensibilidad lacerante, Ada e Inman se quedan a solas en la capilla en compañía de una paloma de níveo plumaje que se ha quedado atrapada. Ante la mirada atónita y amartelada de la dama sureña, el taciturno Inman se le acerca con cautela y la coge con delicadeza para echarla a volar.
A partir de entonces el amor se apodera de ambos. Sus almas vuelan libres como la paloma, hasta que el estallido de la guerra cercena sus alas. Es también en la capilla, donde el reverendo Monroe (Donald Sutherland), padre de Ada, da misa, donde conocen la, por más que esperada, temida noticia: el Sur ha declarado la guerra al Norte. La voz corre como la pólvora entre los feligreses. La euforia de los congregados contrasta con la lividez del rostro de Ada, que sabe que va a separarse de Inman cuando más falta le hace, y con la cara de circunstancias de éste, que a la salida de la casa de Dios compone una sonrisa forzada para aparentar alegría ante sus amigos. De ese modo el grajo desplaza a la paloma y el crudo invierno se apodera de Cold Mountain, dejando a Ada sola y desamparada, sin medios y, lo que es peor aún, sin aptitudes para valerse por sí sola. Su incapacidad para gobernar la mansión y las tierras de Black Cow es tal que se las ve y se las desea con un gallo al que cree la encarnación del mismo Demonio.
Inman evoca el recuerdo de la paloma en un flashback cuando es alcanzado por una bala que le desgarra el cuello. En un magistral plano cenital, se nos muestra al soldado caído con ojos que imploran al Cielo la gracia de seguir vivo, mientras a su alrededor los fogonazos de las pistolas iluminan débilmente la noche cerrada. Como éste, hay otros planos que se adhieren a la memoria por su sensibilidad y poesía: Ada tocando el piano en la carreta para que Inman, que está arando la tierra, mire hacia ella; Inman escarbando en la tierra tras la explosión para encontrar la foto y el libro de Ada; un charco de sangre que refleja la carnicería de la batalla que da fin al asedio de Petersburg; Ada leyéndole a Ruby un fragmento de ‘Cumbres borrascosas’, maravillosa novela donde también se recrean amores imposibles y pasiones intempestivas, etc.
La estructura narrativa de ‘Cold Mountain’ remite directamente a ‘La Odisea’. Inman (Ulises) emprende un largo y accidentado viaje para llegar a Cold Mountain (Ítaca), donde le espera su amada Ada (Penélope), que le guarda fidelidad a pesar de las proposiciones deshonestas de los gorrones que aspiran a quedarse con sus propiedades; en este caso, las milicias dirigidas por el sanguinario Teague (Ray Winston). Como ocurriera en ‘O Brother!’, de los hermanos Coen, aquí tampoco se pasa por alto el episodio más famoso del clásico de Homero: el de las sirenas. La mujer y las hermanas de Junior (Giovanni Ribisi) tratan de seducir a un Inman borracho, pero al final triunfa la fidelidad de éste. En un mundo tan hostil y mostrenco, el personaje de Jude Law es un espejo en el que mirarse, por su honradez y por su bondad. Es la personificación de la sindéresis helénica. Como se encuentra rodeado de seres egoístas y estragados –algo habitual y más en un guerra–, como el escatológico y rijoso reverendo Veasey (Philip Seymour Hoffman), su rectitud moral brilla con más fuerza.
La narración comienza con el asedio del campamento sudista y se asienta sobre flashbacks que desmenuzan la relación entre los dos protagonistas. El resto es un montaje en paralelo que alterna las penalidades de Inman con las vicisitudes de Ada. Curiosamente, ésta es la fórmula que empleó –e inventó– Griffith en ‘El nacimiento de una nación’, película fundacional de la que bebe ‘Cold Mountain’. Mucho se le ha criticado a Minghella su impericia para la acción en la batalla inicial, aduciendo que está mal rodada y que es confusa. Yo me pregunto: ¿acaso las batallas que filma Ridley Scott no lo son? Aún iría más lejos y añadiría que todas las batallas son, de facto, caóticas. El plano rodado con cámara grúa en el que se ve una multitud de soldados unionistas agazapados en espera de lanzar el ataque sorpresa sobre la posición enemiga es impresionante.
‘Cold Mountain’ supone una transgresión con respecto a otras películas que han retratado la Guerra de Secesión, debido a que está enfocada desde el lado perdedor. Aunque se haya repetido muchas veces, nunca está de más recordar que la Historia siempre la escriben los vencedores. Es por esa razón por la que tiene tanto valor mostrar la visión de los derrotados, visión sin la cual la Historia estaría amputada. Para huir de las tergiversaciones y manipulaciones que se perpetúan con el paso de los años, siempre se agradece que nos lleguen películas audaces que reflejen el sentimiento de los vencidos; porque en la guerra todos son, al mismo tiempo, verdugos y víctimas. Eso mismo hicieron filmes estimables como ‘Das Boot’, de Wolfgang Petersen, y ‘Stalingrado’, de Joseph Vilsmaier. En ‘Cold Mountain’ Minghella pone el acento en la delgada línea que separa el comportamiento de los dos bandos enfrentados.
Esto se hace visible en la aventura más dramática y angustiosa de todas las que sufre Inman durante su tortuosa travesía. Unos soldados yanquis, con tanta codicia como escasa moral, roban a una indefensa campesina (Natalie Portman) y la torturan exponiendo a su bebé a la humedad del suelo, sólo para que les confiese dónde guarda el cerdo que le sirve de sustento a ella y a su hijo. Aun después de confesarlo, uno de ellos se la lleva a la cabaña para violarla. Inman, que lo presencia, acude presto en su ayuda y asesina sin vacilar a los rufianes. Sara, que así se llama la granjera, coge la escopeta y dispara sin compasión al tercer soldado, que era el único que no había participado de las villanías –pero que, por cobardía, se había mantenido al margen; lo cual le hace en cierto modo responsable del ultraje–.
Este encuentro que le sobreviene al transido Inman, marcado por el dolor y la muerte como todos, derrocha una desbordante sensibilidad. Aquí tiene lugar la escena más tierna de la película, cuando Sara le pide a su huésped que se acueste junto a ella, compartiendo el lecho, pero sin tocarse. La acongojada mujer, una más de entre las muchas viudas que deja la guerra, se sentía sola y necesitaba sentir el calor y la protección de un hombre, del hombre que le faltaba y que nunca más volvería a ver. Inman, aunque algo perplejo, se mete en la cama sin atreverse a mover un dedo. Al poco tiempo ella le coge la mano y prorrumpe en sollozos. Entonces él, leyendo en su alma límpida, le pasa un brazo por debajo de la cabeza y la arrima a su pecho para consolarla. Ver cómo estos dos desconocidos cuyas vidas ha cruzado el Destino en un momento de extrema necesidad se hacen compañía, sin ningún interés egoísta, sino sólo por empatía, hace que se te salten las lágrimas. Este episodio me recordó de inmediato al que le acontece a Redmond Barry –también desertor– en la excelente ‘Barry Lyndon’ cuando busca comida y techo en la modesta casa de una campesina holandesa.
También es digno de mención el valor que Minghella atribuye a la mujer. Ellas son las que hacen que la vida continúe cuando el hombre se empeña en destruirla. Así lo expresa Ruby:
Los hombres hablan de esta guerra como de nubarrones negros, pero son ellos los que provocan la tormenta y después gritan: ¡joder, está lloviendo!
La propia Ruby, pese a su rencor, más de boquilla que real, cuida de su descarriado padre (Brendan Gleeson) cuando le dejan maltrecho. Ada también cuida de Inman cuando por fin vuelven a encontrarse, e incluso una enigmática cazadora le salva la vida cuando estaba encadenado y abandonado a su suerte.
Las escenas de amor de ‘Cold Mountain’ son las más sensuales que he visto de un tiempo a esta parte y además tienen el añadido de que no se sabe bien si son reales o fruto de la excitada imaginación de Ada, hasta que en el epílogo vemos a la hija que ha nacido de la efímera y ansiada unión. La duda la pone una conversación que Ada e Inman tienen al calor de la lumbre, en el que éste le confiesa que en esos pocos momentos que pasaron juntos vivió toda una vida, y que desde entonces sentía que la quería, sin importarle lo más mínimo que en sus recuerdos la realidad se adornase de fantasía. El montaje de esta secuencia es brillante, como chispas de deseo que crepitan en la hoguera de los amantes, desvelando sutilmente sus anatomías. Nicole Kidman luce más bella que nunca.
Previo paso a hacer el amor, Ada e Inman se cruzan unas palabras harto significativas. Cuando se conocieron, éste le espetó a aquélla: “Repetir lo que he dicho no lo mejora”, lo que le sacó el arrebol. Sin embargo, pasado el tiempo y llevada en alas por el deseo, ella piensa en una religión para la que repetir tres veces “Quiero casarme contigo” sea como consumar una boda, para así poder yacer juntos sin incurrir en pecado. Inman lo repite para satisfacción de Ada, a lo que ella le responde: “Te quiero, te quiero, te quiero”. Es una de las secuencias más emotivas.
Hay una frase de ‘Cold Mountain’ que la hace grande y que resume como pocas el sentido de la vida: “Ella es el lugar al que me dirijo”. Sólo alguien que haya amado alguna vez en su vida, tal como Inman amó a Ada, lo entenderá.
Tráiler de 'Cold Mountain'
Tags: Cold Mountain, Anthony Minghella, Jude Law, Nicole Kidman, Renée Zellwegger, Charles Frazier, Gabriel Yared.
Óscar Bartolomé