El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard), crítica de la película de Billy Wilder
Uno de los genios del Hollywood de la época dorada es, sin duda alguna, Billy Wilder. A él le debemos películas tan memorables como ‘Perdición’ o ‘El apartamento’, entre otras muchas. No obstante, si tuviera que destacar una de sus obras, ésa sería ‘El crepúsculo de los dioses’, traducción que aquí se le dio a ‘Sunset Boulevard’, título original que nunca debió tocarse.
‘El crepúsculo de los dioses’ –que a menudo se confunde por razones de proximidad semántica con el filme de Visconti ‘La caída de los dioses’ o incluso con la obra de Nietzsche ‘El crepúsculo de los ídolos’– representa, quizá, el guión literario más inspirado que jamás se haya escrito para el cine. Billy Wilder y Charles Brackett, que fue quien produjo la película, unieron su talento para recrear de una manera descarnada el funcionamiento de Hollywood, donde las ambiciones de un guionista audaz y bisoño pronto se ven truncadas por el interés puramente pecuniario de un ejecutivo ignaro e indolente que disfruta de la molicie de su vida tostándose la espalda en una suntuosa mansión de Los Ángeles. Esta crítica mordaz de Wilder –alguien que conocía bien las penurias inherentes a todo guionista que quiere hacer realidad su sueño de ver su nombre en los títulos de crédito de una película– no fue, como era de esperar, bien acogida por los jerarcas de la Meca del cine. Ésa fue la razón principal de que no se alzara con el Oscar a la Mejor Película, pero también por ello su director tuvo que oír los dicterios proferidos por el gerifalte de la Metro Goldwyn Mayer, nada menos que Louis B. Mayer, cuando vio lo que había preparado el realizador austriaco. Se dice que, ante tal avalancha de insultos, lo único que le espetó Wilder fue un simple y elocuente: “Vete a la mierda”.
‘El crepúsculo de los dioses’ es una película poblada de anécdotas estrictamente cinematográficas, y eso se debe, en buena manera, a que contiene un importante discurso metalingüístico. La protagonista es Norma Desmond, una estrella del cine mudo que se extinguió con la aparición del sonido, allá por el año 31; es decir, lo mismo que le pasó a Gloria Swanson, actriz que llevó a la pantalla al personaje. Ella no fue la primera opción de Billy Wilder, quien pensó en primera instancia en Mae West, icono sexual de los años 20, pero al final no pudo menos de elogiar las dotes interpretativas de Swanson, que cumplió a la perfección con lo que él buscaba. Si bien su actuación puede parecer un poco histriónica por momentos, también es verdad que el personaje está atrapado por las mucilaginosas telarañas de una fama mal digerida que dispara su ego hasta la locura y el paroxismo.
Tan sorprendente o más que esta coincidencia es que el mayordomo de Norma, el leal y lacónico Max, lo interpretara Erich von Stroheim, el hoy en día olvidado realizador de la magistral ‘Avaricia’, película por la que se desvivió y que le costó su carrera a causa de sus desavenencias con los productores –¿una simple casualidad que alguien como él formara parte del reparto?–, que le obligaron a reducir el metraje bajo amenaza de despido, amenaza que consumaron a la postre. Von Stroheim, que además de profesión e ideas compartía nacionalidad con Wilder, estaba arruinado en la época en que se rodó la película, circunstancia que también acompañaba a Buster Keaton, otra rutilante estrella del cine mudo que vio cómo el público le daba la espalda cuando asomaron los primeros diálogos a la pantalla y se suprimieron las, por mí añoradas, didascalias. Lo curioso del declive de Keaton es que él nunca se opuso a las nuevas invenciones e intentó adaptarse al cine sonoro lo mejor que pudo y, aun así, fracasó. No se puede decir lo mismo de Charles Chaplin, una figura de sus mismas dimensiones “cuando se hablaba con los ojos” y no con la boca, que manifestó que el cine había muerto con el uso de la voz y que él nunca filmaría una película hablada, pero que poco a poco fue dejando de lado su inicial renuencia para posteriormente introducir el sonido en ‘Tiempos modernos’ y ‘El gran dictador’.
Las coincidencias no se acaban aquí. Erich von Stroheim y Gloria Swanson ya se conocían antes de actuar en esta película, pues el primero había dirigido a la segunda en ‘La reina Kelly’, un filme que no se llegó a terminar y que enfrentó a ambos, y del que, curiosamente, se pueden ver unos fotogramas en ‘El crepúsculo de los dioses’, cuando Norma le muestra a Joe Gillis, el guionista al que da vida un lúcido y sobrio William Holden, los últimos chisporroteos de su consumida llama. Es una secuencia que impresiona por su ternura –pues, ¿quién no siente compasión ante una persona que ha perdido la capacidad de distinguir lo real de lo ficticio y que vive anclada en los recuerdos?– y por su terror, un terror que despide un olor a tamo e incienso.
Antes hablaba de la nacionalidad, y sorprende observar que tres de los artífices de esta obra (Billy Wilder, von Stroheim y Franz Waxman, el compositor) coincidieron en el tiempo en los estudios UFA de Berlín antes del ascenso del Nacionalsocialismo. Allí se conocieron antes de reunirse en Los Ángeles en los años 50. En verdad, nunca sabes lo que la vida te va a deparar y es un misterio indescifrable por dónde se encaminarán tus pasos.
Otro peso pesado del cine mudo también tiene una breve aparición en ‘El crepúsculo de los dioses’: Cecil B. DeMille, a quien se nos muestra ataviado tal y como asistía a los rodajes, con botas de montar y fusta. En un nuevo ejemplo de lenguaje metacinematográfico, Norma irrumpe como la estrella que cree seguir siendo en los estudios Paramount para entrevistarse con su mentor, DeMille, quien tanto en la ficción como en la realidad se hallaba rodando ‘Sansón y Dalila’ en el mítico plató 18. Desde mi punto de vista, la única nota que desafina en la vibrante orquesta que representa esta obra son las palabras que DeMille dedica a Norma cuando ésta abandona el plató, diciendo que no quiere volver a ver a esa demente, cuando, poco antes y en su presencia había sido tan delicado y comprensivo. Esto me choca más en tanto en cuanto quiso ser él mismo quien hablara con ella, a pesar de que pudo haber delegado en otro la comprometedora situación de tener que comunicarle que nadie la había llamado para ningún papel. Fue un buen detalle del director bíblico por excelencia aceptar intervenir en esta película, ya que no se llevaba bien con Billy Wilder. La aparición de estos seres de carne y hueso que habitualmente trabajan detrás de las cámaras y que aquí se convierten en carne de celuloide acentúa de un modo extraordinario esa sensación de alucinación que vive Norma Desmond.
Además de contener abundantes guiños y referencias a actores y directores que integran su reparto, ‘El crepúsculo de los dioses’ también ha servido de hipertexto para otros filmes que abordan una temática similar. Éste es el caso de ‘Mulholland Drive’, la última de las obras maestras que nos ha regalado David Lynch. Creo que nadie se ha fijado en este hecho, pero ‘Mulholland Drive’ contiene varias y palmarias alusiones a la obra de Wilder. La primera de ellas es, como queda dicho, la similitud de su planteamiento argumental; ambas denuncian la hipocresía y la corrupción de los próceres de Hollywood; las dos hablan de la ilusión del recién llegado por convertirse en una celebridad y de cómo siempre hay alguien dispuesto a acabar con esos sueños de grandeza. Da la “casualidad” de que el personaje que encarna estos valores de ambición e ingenuidad en ‘El crepúsculo de los dioses’ es una mujer y se llama Betty Schaefer, y que la protagonista de ‘Mulholland Drive’ también tiene esos rasgos distintivos y que también se llama Betty. Por si esto no fuera suficiente, ambas películas comienzan prácticamente igual: con un coche, la ciudad de Los Ángeles de fondo y un letrero en primer plano (idénticos) con la leyenda ‘Sunset Boulevard’ en un caso y ‘Mulholland Drive’ en el otro. ¿Es casual que estas dos películas lleven por título el nombre de la avenida que figura en el letrero? Hasta cabría preguntarse si es casual que yo las haya visto y me hayan fascinado aun cuando no había reparado en esta analogía.
La película, tal como nos ha llegado, es soberbia, y no se me ocurriría nada que añadirle o suprimirle. Empero, a última hora se eliminó del montaje definitivo el prólogo que Billy Wilder había rodado y que figuraba en el guión original. En esta introducción se podía ver cómo el cadáver de Joe Gillis era trasladado a La Morgue, donde otros cuerpos sin vida, con la clásica etiqueta de identificación adosada al dedo gordo del pie, le preguntaban cómo había llegado hasta allí, circunstancia que él aprovechaba para contarles –a ellos, sus compañeros en la muerte, y a nosotros, sus espectadores– los trágicos sucesos que le habían conducido hasta allí. Parece ser que el público que asistió el pase de prueba –no hace falta que diga una vez más qué opinión me merecen este tipo de cedazos– se rió a mandíbula batiente con esta secuencia, hecho que disgustó sobremanera al director, que, si bien había concebido estas imágenes desde un humor negro, no esperaba ni deseaba que tuviera un aire tan cómico. Así que, finalmente, optó por ese frenético arranque donde vemos a los coches de policía y de la prensa ir a toda pastilla a la mansión, antaño derrelicta, donde el cadáver de Gillis flota en la piscina que tanto ambicionaba poseer. Sin saber cómo sería la película con ese prólogo en La Morgue, sólo me queda decir que sus primeros fotogramas son de una fuerza hipnótica tal que consiguen atrapar la atención del espectador de principio a fin.
Además de remover el estómago henchido y complaciente de la industria cinematográfica, ‘El crepúsculo de los dioses’ plantea un tema que creo merece ser tratado con consideración: el amor por compasión y sus nefastas consecuencias. Joe Gillis accede a quedarse bajo la protección de Norma Desmond primero por su dinero, y segundo, cuando ella intenta suicidarse, por lástima y contrición. Al principio no siente nada por ella, más que pena, pero al final llega a despreciarla, cuando nota que no le deja libertad para decidir por sí mismo. No podía acabar de otro modo este amancebamiento.
El fámulo Max, por su parte, ama con desesperación a Norma, hasta el punto de engañarle escribiéndole cartas que ella cree que son de sus admiradores. Como su amor no es correspondido, ella le humilla constantemente –¿qué humillación mayor hay que ser su criado?–, invitándole a presenciar sus arrebatos amorosos por un extraño (Joe Gillis) y ordenándole –porque Norma sólo sabe hablar en imperativo categórico– que le sirva en todo a éste. Hay un plano que me resulta especialmente desolador, que es cuando Max recoge cuidadosamente el velo del que se ha desprendido su ama cuando baila con el advenedizo guionista en la fiesta de Nochevieja. En ese momento se muestra hasta dónde llega la veneración ciega y humillante del personaje de von Stroheim. Por otra parte, y como suele ocurrir en la vida misma, llama la atención el contraste entre dos personas, una de las cuales es poseedora de algo que él aborrece y que sin embargo haría dichoso al otro.
La relación que mantiene Betty con Arti, el ayudante de producción amigo de Gillis, constituye asimismo una suerte de amor compasivo o maternal, como bien demuestra el hecho de que ella se sienta atraída por la inteligencia y la apostura del personaje de William Holden, un hombre con un escepticismo y unos rasgos varoniles que encienden el deseo de Betty mucho más que la ingenuidad y bonhomía connatural a Arti.
La banda sonora de ‘El crepúsculo
de los dioses’, obra de Franz Waxman, sigue el modelo
tradicional de esta época, asociando una melodía
a cada personaje para resaltar su carácter. De
esta manera, a Norma Desmond se la describe por medio de un
tango con tonos agudos, que viene a ejemplificar su naturaleza
venática. Como contrapunto, a las escenas en que se
muestra el amor incipiente entre Joe Gillis y Betty Schaefer
se las subraya con un hilo musical en forma de vals, un estilo
mucho más pausado y relajante.
Norma Desmond decía, en una de sus inmarcesibles frases, que una estrella nunca envejece; pues bien, por una obra maestra como ‘El crepúsculo de los dioses’ no pasan los años. Se mantiene fresca y lozana como el primer día.
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Óscar Bartolomé