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Aforismo

Literatura

El entomólogo del alma(*)

Nadie se acostumbra al sufrimiento. Alguien como yo debería experimentarlo como algo cotidiano, pero no es así. De mi propia vivencia deduzco que ningún ser humano es capaz de abstraerse del lacerante dolor que supone una conciencia atribulada.

Debo pediros disculpas. Aún no me he presentado. Mi nombre es... Bueno, excusadme si me mantengo en el anonimato. No quiero que me malinterpretéis, tan sólo considero que no es menester dar mi identidad cuando me dirijo al viaje sin retorno. Sí, concretamente me refiero a aquello que tenéis en mente y que os da miedo pronunciar. Yo he conseguido superar ese trance. Temo al dolor, mas no a la muerte.

He meditado largo tiempo sobre la idoneidad de llevar a cabo esta acción. A fin de cuentas, sólo se vive una vez. No quería adoptar una resolución precipitada. Sé perfectamente lo que me propongo hacer. No estoy coaccionado por nadie. La opción que he escogido es perentoria e irrevocable.

¿Cómo será cruzar la línea divisoria que separa las dos dimensiones? Desde luego, no espero ver ningún túnel cegador que me guíe hacia el Edén, pero sí tengo curiosidad por descubrir qué hay después de la muerte. Mi hipótesis de partida es que me aguarda un vacío insondable.

Esto no son más que conjeturas, por supuesto. Aquí, junto a mí, yace inerte en el lecho alguien que a buen seguro debe de conocer a estas alturas las respuestas a mis interrogantes. Pobre criatura de Dios. No sabía lo que le tenía reservado el Destino cuando aceptó mi invitación. Supongo que las delicadas facciones de mi rostro le debieron convencer de que era una persona bondadosa. Su primer error fue desconocer el significado del vocablo “persona”. No le culpo de ello. Al fin y al cabo, no le puedes exigir a una prostituta que tenga don de lenguas, salvo en lo referido al ejercicio de su oficio, claro. Su segundo error fue confiar en mí.

La confianza. Sin ningún género de dudas, uno de los pilares básicos de nuestra civilización. La eufonía de esta palabra no debe llevarnos a engaño. Detrás de las más bellas apariencias se esconde la naturaleza más abyecta. Si supierais la cantidad de felonías de que he sido objeto por depositar mi confianza en quien no la merecía... Son hechos del pasado. Descansarán en paz cuando yo me haya ido.

¿Sabéis una cosa? Hace falta tener mucha sangre fría para cometer un acto como éste. Estoy convencido de que ninguno de vosotros lo hubiera podido hacer con la naturalidad y el aplomo que yo he exhibido. Me siento orgulloso de saberme poseedor de una facultad que, por norma general, sólo le está reservada a la Muerte: la de quitar la vida. Me reporta una inefable sensación de placidez tener este don tan infrecuente. Me siento un privilegiado.

Me gusta detener la mirada en la trémula luz de la vela que guía mi mano. No conozco nada que se asemeje tanto a un fuego fatuo como el efecto óptico que genera esa chispa titilante al rielar. Podría pasar horas y horas con las pupilas clavadas fijamente en ese espectáculo fantasmagórico sin apercibirme siquiera del paso del tiempo.

El tiempo. No sabéis cuánto daño me ha hecho. Hay heridas que nunca llegan a restañarse y que supuran al contacto de un recuerdo. Es la corona de espinas que se cierne en derredor de la frente, púas que se hienden en la carne y atraviesan el frágil minarete de la memoria.

Acerco un dedo a la llama palpitante. Lo dejo allí tanto tiempo como soy capaz de contener el dolor. Ahora comienzo a notar cómo un intenso calor quema la yema. Al principio es casi imperceptible, pero poco a poco la vehemencia con que se aplica la aguja flamígera en su hilado hace que se forme una tela de vastas dimensiones. El lienzo de Penélope representa a la perfección cuanto expreso. El dolor no tiene fin, tan sólo principio.

Reminiscencias de una época mejor. Un espacio perdido en la inmensidad del tiempo. Sensaciones que colmaron de calidez mi espíritu. Conocerla fue volver a la vida; conocerla fue perderla.

Sí. Así ocurrió. Una travesía paralela a la que recorre la volátil llama. Efímera como todo lo que brilla con intensidad.

Aún la recuerdo con nitidez. Su imagen persiste vívida en mi memoria. Ella me dio la paz que anhelaba. A ella le debo todo lo que soy, pero sin ella no soy nada. Las lecciones más importantes las aprendí de su boca: el tacto, el gusto, el olfato..., campos que me abrió con su dominio de la forma. Fui un aprendiz de la materia, siendo ella mi mentora.

Desde el primer momento quedé prendado de su porte. Se conducía entre las personas como si anduviera entre animales. No se comportaba con la altivez propia de una dama de noble abolengo, no. Ella tenía un don menos frecuente: subyugaba a hombres y mujeres con su dulce mirada. No había quien se negase a cederle cortésmente el asiento o no se echase a un lado para dejarla pasar. Era como si pudiese penetrar en las mentes ajenas e inducirlas a actuar del modo deseado. Yo lo viví en mis propias carnes. Toda facultad volitiva se tornaba írrita ante aquella forma incomparable de tremolar la grandeza de espíritu. Me sentía arrobado en su presencia. Era como reclinar la cabeza en una almohada mullida.

A veces pienso que todo fue un sueño. En no pocas ocasiones me despierto sobresaltado en mitad de la noche con el corazón dando vuelcos en mi pecho; el rostro perlado de un sudor oleaginoso; los huesos entumecidos de un frío, árido y seco, como las tormentas de arena que erosionan las piedras gigantes en los desiertos.

La tersura de su ebúrnea piel es lo que más recuerdo. Nívea como un copo de nieve derretido entre mis manos. Pura como el rocío que inunda el alba de un aroma estival. Toda ella era néctar y ambrosía. Me perdía recorriendo con mis labios sus finos relieves, cada curva de su esbelto cuerpo, cada hebra de su lacio cabello. Disfrutaba desenredando con mis dedos su vedeja aherrojada por horquillas, luenga y sedosa, y de un perfume a azahar que aún recreo cuando evoco su recuerdo.

Casi había olvidado que no estoy solo en esta estancia. Debo ser más hospitalario con mis invitados; de otro modo, ¿cómo voy a conseguir atraer más huéspedes? Bueno, eso ya no tiene importancia. El resabio de la soledad está próximo a su fin. A partir de ahora las puertas están cerradas.

Con vuestra anuencia, voy a hacer un breve receso. Dejaré la pluma en el tintero unos instantes mientras echo una ojeada a la mujer cuyo alma he expiado. Excusadme unos segundos.

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Ya estoy de vuelta. Lamento haberos hecho esperar tanto. Se han presentado contingencias que han demorado más de lo previsto mi regreso. Mis más sinceras disculpas por ello. Permitidme que os refiera lo que ha sucedido en el ínterin.

En el momento de dejaros me acerqué lentamente al cuerpo sin vida que yacía sobre la cama. Al primer golpe de vista, su piel cerúlea me trajo recuerdos desagradables. Pensé que comenzaba a desprender miasmas; pero eso era imposible. Debía de ser mi imaginación. El cuerpo no podía descomponerse en tan corto espacio de tiempo. Habían transcurrido apenas un par horas desde que pasó a mejor vida.

Abrí el cajón del escritorio y extraje un par de guantes de goma. Me los enfundé. Es una manía que tengo. Siempre que me relaciono con seres humanos los uso. No quiero exponerme a riesgos innecesarios. Quién sabe qué clase de bacterias pueden abrirse paso a tu organismo con una simple exposición a un animal portador de parásitos. Los hombres son una fuente permanente de contagio. Expelen todo tipo de efluvios. La saliva es uno de los más peligrosos. Por eso no acostumbro a acercarme a menos de cinco metros de un ser humano. Evito todo potencial foco de infección.

Siento haber introducido esta digresión. Veamos, ¿dónde lo había dejado? Ah, sí. Ya lo veo. Una vez que me hube ajustado los guantes, alargué las manos con objeto de palpar ese vehículo sensitivo al que llamamos cuerpo. La primera zona que exploré fueron sus pechos. Estaban caídos a los lados y su excesiva molicie hacía que se movieran como un péndulo al mínimo contacto. En aquel instante sentí cómo una arcada luchaba por aflorar al exterior. Eso me trajo recuerdos de acerbo sabor.

Acababa de rememorar el clímax de aquel breve encuentro con la puta, que entonces se entregaba a mí. Estaba a mi merced. Ella creía que le había comprado su cuerpo, cuando en realidad era su alma lo que me había vendido a un módico precio. Algunos argüirán que el acuerdo fue fruto de una simonía. A mí no me cabe duda de que no hubo trampa. Yo no la embauqué. Ella vino a mí con plena libertad de acción, y se encontró con una sorpresa, la última de su lastimosa existencia. En última instancia, le hice un favor liberándola de aquel pútrido mundo que le daba de comer.

Creedme, fue un momento para el recuerdo, no por mí, sino por ella. Le brindé una experiencia que no está al alcance de cualquiera. Consiguió llegar al orgasmo al tiempo que el oxígeno cesaba de anegar sus pulmones. Le corté la respiración oprimiendo la almohada sobre su cara mientras hacíamos el amor, de modo que sus esfínteres debieron de relajarse y sus músculos liberarse de toda tensión. ¿Creéis que existe alguna práctica más placentera que ésta? Lo dudo. Como contrapartida tuvo la muerte, pero ¿no os parece una buena inversión?

Una persona de “bien” se hubiera sentido contrita después de haber cometido un acto de semejante iniquidad. A mí me sucedió algo completamente diferente. Primero me quedé inmóvil con los ojos fijos en mi creación. Es difícil precisar con exactitud lo que sentí en aquel momento, tal era la cantidad de pensamientos que se agolpaban en mi mente. De manera resumida, diré que al principio percibí mi acto como atroz y malvado. La seguridad en mí mismo que había demostrado durante la intervención se desplomó como por ensalmo. Pero ese estado de abatimiento no se prolongó más que unas décimas de segundo. Acto seguido, ya estimaba que había ejecutado una gran obra. Sentía que era un ser superior, y eso me reconfortaba.

Sin embargo, poco después ocurrió algo que no esperaba: sentí náuseas. Tal vez fue debido a la extrema frialdad del cuerpo que tenía debajo, en estrecho contacto, o quizá fuera a causa de aquellos regueros de sangre que pendían de la comisura de sus labios. Comoquiera que fuese, tuve que ir al baño con presteza y vomitar en el retrete lo que había deglutido horas antes. Fue horrible, en verdad. No pude evitarlo. Es patético confesarlo, pero quiero que lo sepáis todo de mí; al menos, de mi devenir durante el transcurso de mi último día de vida.

Creo que ya va siendo hora de despedirme. No quiero demorar por más tiempo mi partida. He visto lo suficiente como para saber que no cometo un error. En toda mi vida, sólo una vez me he sentido pleno de vitalidad, pero aquel momento fue volátil, como la llama de la vela que agoniza entre estertores frente a mí. Ya no hay posibilidad de que ella vuelva a mi lado, de recuperar la parte del alma escindida, de unirnos en un solo ser. En realidad, mi partida de defunción fue sellada tiempo atrás; tanto, que ni lo recuerdo. El paso de los días dejó de afectarme. Es como si las agujas del reloj se hubieran detenido. Quizá sea cierto que exista un plan universal y que habitar en una sola dimensión equivalga al sufrimiento. Yo me hallo en el espacio. Cuando la poseí gané el tiempo. De ahí que mi alma esté irremediablemente demediada.

Es un interesante tema de análisis, pero a mí ya no me compete. Tan sólo me queda sacar del cajón del escritorio las rayas de cocaína que he dispuesto y esnifarlas. Una a una, hasta haber aspirado la montaña de nieve que he preparado para la ocasión. Moriré de sobredosis, soñando en mi febrilidad con la pureza espiritual de la mujer que lo fue todo para mí.

Firmado:
El testaferro del género humano

(*) El título sólo es orientativo, y se debe prescindir del mismo para la correcta comprensión del texto.

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Óscar Bartolomé

Sobre El Parnasillo

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