Crítica de Espartaco (película) de Stanley Kubrick con Kirk Douglas
‘Espartaco’(1960), de Stanley Kubrick, supone una de las más altas cotas alcanzadas por el cine histórico. En una época y contexto tan apasionante como la República de Roma, ‘Espartaco’ representa la lucha de un hombre por la libertad. Es la vida de un esclavo salido de la nada y que plantó cara al mismísimo ejército romano. Una historia destinada a llevarse a la pantalla, y que combinaba todos los mimbres para convertirse en la exitosa superproducción que fue.
En el año en que se rodó el film, el peplum, o “películas de romanos”, había alcanzado su apogeo. Para atestiguarlo están títulos emblemáticos como: ‘Quo Vadis?’ (1952), de Marvin Leroy; ‘Los diez mandamientos’ (1956), de Cecil B.DeMille; o ‘Ben- Hur’ (1959), de William Wyler.
Aunque ‘Espartaco’ cuente con la dirección de uno de los directores más célebres de la historia, su verdadera realización se debe a su actor protagonista, Kirk Douglas, quien hizo las veces de productor del film. Por su parte, fue la Universal la que se encargó de la distribución, transmutando su imagen de aventuras con decorados acartonados y guardarropía de carnavales (las películas de María Montez son un claro ejemplo de la mitomanía del kitsch), por una realización de lujo en una mastodóntica película.
Si bien en un principio la faceta de director le fue encomendada a Anthony Mann, la diferencia de pareceres entre él y Douglas acabó con el despido del que fuera marido de Sara Montiel. A día de hoy las primeras secuencias del film, ésas que tienen lugar en la cantera, son el testimonio de presencia dejado por Mann. Para resarcirse, después de su salida del proyecto ‘Espartaco’, el director pudo realizar dos epopeyas históricas producidas por Samuel Bronston con, a mi juicio, irregular resultado. Por una parte la espléndida ‘El Cid’ (1961), y por otra la no tan convincente ‘La caída del Imperio Romano’ (1964).
Volviendo a ‘Espartaco’, el sustituto en que pensó Douglas para reemplazar a Mann fue un joven cineasta que empezaba a despuntar en Hollywood. Se trataba de Stanley Kubrick, a quien el actor conocía por el trabajo que ambos compartieron en el cotizadísimo drama bélico ‘Senderos de Gloria’.
Las relaciones no pudieron ser más tirantes. Douglas acabó odiando la personalidad de Kubrick. El actor, que ya tenía en su cabeza la idea de cómo iba a ser el film, chocó de frente con un autor ambicioso, quien quería un control absoluto y minucioso de todo el proceso de elaboración de la película. Por eso no es de extrañar que Kubrick no vacilase al renegar de ‘Espartaco’ como obra suya, viéndola como una labor de encargo que, gracias a su éxito, le permitió en el futuro trabajos más personales como la mítica ‘2001: Una odisea del espacio' (1968), el magnífico ejercicio preciosista que resultó ser ‘Barry Lyndon’ (1975), o la adaptación del famoso libro de Stephen King ‘El resplandor’ (1980), que si bien no captó todo lo bien que debiera la esencia de la novela, fue un genial e innovador trabajo de dirección.
De todos modos, Kubrick aportó a la película algunas escenas visualmente deslumbrantes (como la magnífica batalla), y es que a pesar de sus diferencias personales, ni siquiera Douglas ponía en duda la habilidad del director a la hora de manejar la cámara.
Tomando como base la novela de Howard Fast y un guión del perseguido Dalton Trumbo, se consiguió, de forma admirable, captar el legado que dejó al mundo el sacrificio de Espartaco, la lucha de un hombre por la libertad. La imagen de Espartaco ha sido utilizada como símbolo de la justicia social, incluso por un movimiento obrero formado por socialistas alemanes, concretamente el fundado en 1916 por Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht bajo el nombre de “espartaquistas”.
De esta manera, la película se convierte en un canto a la liberación, y a la rebeldía de los oprimidos. Es la historia de un esclavo obligado a combatir para obtener la dignidad que corresponde a todo ser humano. Para alcanzar su independencia tendrá que hacer frente a una de las más gloriosas civilizaciones que ha conocido la humanidad, y al potente ejército de la misma, una maquinaria de guerra prácticamente invencible.
Espartaco, esclavo de Tracia, era uno de tantos hombres usados para los trabajos forzosos de las canteras de Libia. Castigado por agredir a uno de sus capataces, la casualidad le llevó a ser comprado por un lanista (maestro de gladiadores) de Capua, quien lo instruyó en su escuela. Tras pasar por un férreo entrenamiento, Espartaco y sus compañeros se rebelaron y organizaron una levantamiento que tuvo en jaque a la poderosa Roma. Asentándose en las cercanías del Vesubio, los esclavos fugitivos fueron adhiriéndose a las tropas del gladiador tracio, quien se convirtió en un auténtico Mesías para todos los oprimidos de Italia (se piensa que la concentración de esclavos pudo llegar hasta los 120.000).
Espartaco junto a sus segundos, Criso y Enamao, y a su ejército asolaron el sur de la península itálica (pródigo en cereales y principal centro de abastecimiento de trigo, junto a Egipto, para Roma). Marchando hacia el norte llegaron incluso a la Galia Cisalpina (72 a.C.). Más tarde volvieron al sur, a las inmediaciones de Rhegium (hoy Reggio di Calabria). Los esclavos vencieron indefectiblemente a cuantos ejércitos romanos se enfrentaron, entre ellos uno dirigido por Cayo Clodio, hasta que finalmente cayeron derrotados en Silaro a manos de las legiones comandadas por Marco Licinio Craso, justo cuando pretendían huir por mar hasta Sicilia (71 a.C.).
Esos hechos históricos requerían un amplio metraje para ser llevados a la pantalla con grandeza. Y el resultado fue inmejorable, pues ‘Espartaco’ es uno de esos filmes de tres horas que se ven con tanta soltura como disfrute. En ningún momento se hace pesada o larga, y el tiempo pasa tan ligeramente que el espectador ni se da cuenta.
Como en toda superproducción que se precie, y más si tenemos en cuenta que nos encontramos ante una película correspondiente a la edad dorada de Hollywood (aunque ya en sus horas finales), el reparto es de campanillas.
Comenzando con Douglas, que como ya se ha dicho ejerce de protagonista. Su interpretación es portentosa, y aunque en un principio la especialización de Douglas en westerns o en cine negro hacía presagiar unos resultados chirriantes, el actor neoyorquino se ha transformado en la imagen que todos tenemos del mítico esclavo.
Lawrence Olivier, con su inevitable toque teatral, dio vida a un importantísimo personaje histórico como Marco Licinio Craso, dotándole de un aire sádico y ambicioso muy apropiado. En el film, Craso aparece antes de formar triunvirato con Pompeyo y Julio César. Frente a sus excesos patricios se encontrará a su antagonista Graco (Charles Laughton), quien aparece como un anciano más proclive a la renovación y la democracia. Los dos actores británicos demostraron sus tablas, sosteniendo una gran confrontación en el Senado de Roma.
El principal rol femenino fue para otra actriz de las islas, Jean Simmons, quien ya había aparecido en otros films históricos (‘Sinuhé el egipcio’, ‘La túnica sagrada’). En su papel de esclava Varinia, Simmons resultaba bien convincente, y junto a Douglas formaba una pareja estupenda.
Peter Ustinov logró el Oscar como mejor actor de reparto por su interpretación de Léntulo Baciato, dueño de la escuela de gladiadores de Capua, y cuya excentricidad y nerviosismo se acoplaban muy bien a la deliciosa comicidad del actor inglés. El trabajo de Ustinov recordaba bastante a su antiguo papel de Nerón en ‘Quo Vadis?’.
Tony Curtis fue Antonino, un esclavo siciliano culto e incomprendido en un mundo de armas, y que además resultaba objeto de deseo del lascivo Craso.
El papel de un joven Julio César correspondió a John Gavin, a quien se podía ver junto a Lana Turner en el melodrama de Douglas Sirk ‘Imitación a la vida’. Nina Foch, estupenda actriz de reparto vista en innumerables títulos (‘Scaramouche’, ‘Un americano en París’), aparece como Helena Glabro. Woody Strode (el inolvidable ‘Sargento Negro’ de John Ford) es Draba, el gladiador de Etiopía. John Ireland (‘Rio Rojo’, ‘Duelo de Titanes’) es Criso, otro de los gladiadores y uno de los jefes de la tropa de Espartaco. John Dall (‘La soga’) es el torpe general Marco Publio Glabro. Y, por su parte, Herbert Lom (el Napoleón de ‘Guerra y Paz’, y el jefe Dreyfus de ‘La Pantera Rosa’) hace de Tigranes Levantus, representante de los piratas cilicios.
Como se ha dicho, el punto fundamental de la película es mostrar la injusticia y la inmoralidad que supone la esclavitud, dando un mensaje de respeto a los derechos e igualdad social. Desde esta perspectiva, se busca claramente la empatía del espectador con Espartaco y los suyos.
Los esclavos y gladiadores son tratados como objetos de compra y venta. Marcados como reses, alimentados con lo justo para su sustento, y utilizados para satisfacer las apetencias sexuales de sus amos. Esta idea queda clara, por ejemplo, en la elección de los luchadores por parte de las dos harpías. Ambas seleccionan a los más musculosos, al tiempo que se aseguran de que la vestimenta de los gladiadores sea escasa, buscando con ello alegrarse la vista con carnaza. Entretanto, el especulador Baciato ve la pelea a muerte como una forma de perder sus valiosos ejemplares.
Entre los propios esclavos las relaciones son confusas. Los hombres como Espartaco no están acostumbrados a relacionarse con mujeres, por eso, cuando se organiza su encuentro con Varinia, ésta se le aparece como una sílfide, a la que no sabe cómo tratar.
Otros como Draba son más conscientes de su destino, y viven entre la amargura y la soledad. Se lo expresa claramente al protagonista con estas proféticas palabras: “Mi nombre no te importa. Ni a mí el tuyo tampoco. Los gladiadores no tenemos amigos. Un día podemos salir a la arena, y tendré que matarte”.
También interesante es el personaje de Marcelo, el instructor de gladiadores. Habiendo sido esclavo anteriormente, y ahora ocupando un cargo de importancia, sus pupilos le ven como a un odioso personaje, déspota y cruel con los que fueron sus semejantes. Este personaje nos muestra una dicotomía que asoma en el film. Frente a los que quieren salir de la opresión para oprimir a otros, Espartaco busca la igualdad y la dignidad de todo ser humano.
En 190 minutos de metraje en los que no sobra nada se hace difícil destacar algunos momentos puntuales. Sin embargo, hay secuencias antológicas que destacan por su fuerza, tanto en contenido como en espectacularidad visual.
Una de las más deslumbrantes secuencias es la de la batalla de Silaro, momento, además, clave dentro de la narración. Los esclavos lucharán por el todo o la nada. O consiguen la libertad o mueren, pero ya han decidido que no volverán a la esclavitud, o lo que es lo mismo, al sufrimiento. En los prolegómenos de la batalla, un montaje en paralelo nos muestra a los generales de ambos ejércitos arengando a sus hombres. Por un lado Espartaco pide un último esfuerzo a su variopinta tropa, mientras que Marco Licinio Craso da todo un discurso patriótico sobre la grandeza y las hazañas militares de Roma.
La secuencia en cuestión recrea la batalla real que enfrentó en Lucania (región del sur de Italia) al ejército de Espartaco con las legiones de Craso, apoyado por los hombres de Lúculo y Pompeyo.
El escenario en que tiene lugar la contienda es un terreno abrupto, cercano a los Apeninos, que con sus numerosas colinas y elevaciones dificulta las maniobras, o sirve de apoyo en la lucha si es bien interpretado por un buen estratega. Justamente los esclavos se sitúan en lo alto de una de esas elevaciones, con lo que Espartaco tiene una perfecta visión de la disposición de tropas elegida por Craso. Para esta escena, como antes era costumbre, se emplearon miles de extras, quedando mucho mejor que los actuales “ejércitos digitales”, que en muchas ocasiones cantan más que los actores de la ‘La Traviata’.
Creo que la genialidad de la secuencia se debe en gran medida a Kubrick, quien utiliza con gran habilidad la cámara fija para recoger los movimientos de la legión romana, que se muestra como un engranaje perfecto cuando entra en acción. Las legiones, divididas en cohortes (pequeñas unidades) avanzan de manera implacable hasta que una avanzadilla de hastarios (legionarios armados con pilum y espada corta) forma una línea ataque. Detrás de estos soldados que embisten al enemigo lanza en ristre, las cohortes se unen, formando los príncipes y triarios (soldados más veteranos) la reserva. Todo ello al compás de la excelente música de Alex North, y con el acompañamiento sonoro que producen las armas y las caligae de los legionarios.
Los soldados de Craso deben, como se ha explicado, avanzar cuesta arriba, y cuando están a punto de alcanzar a los esclavos, éstos lanzan unos rodillos ardientes que causan estragos entre la tropa romana. Es una de esas escenas que uno ve de niño y conserva grabada en su memoria. Tan espectacular resulta, y tal realismo se le quiso dar, que varios de los extras acabaron con quemaduras graves después del rodaje.
A partir de ese momento comienza la confrontación directa entre ambos bandos, siendo los esclavos los que llevan ventaja, en principio, hasta que los refuerzos romanos llegados de la mano de Lúculo y Pompeyo acaban por resultar decisivos.
Siguiendo con la acción, pero centrándonos en otra secuencia, habría que mencionar la sensacional pelea entre Espartaco y Draba. Tras haber tenido que soportar el aislamiento en un cuartucho al que llegan los sonidos del anterior combate entre Criso y Galino, ambos se ven en la obligación de salir a la arena para pelear por sus vidas, siendo el nauseabundo entretenimiento de los patricios liderados por Craso.
Mientras el tracio se bate con espada corta y broquel, el etíope hace las veces de reciario. Perfectamente coreografiada, la contienda refleja la angustia de dos hombres obligados a lidiar para salvar su pellejo. Cuando el enorme Draba consigue inmovilizar a su oponente y Helena Glabro, con enorme frialdad, sentencia a muerte al vencido, el gladiador negro siente compasión por su inocente víctima. En ese momento, lleno de ira, arroja su tridente contra sus verdaderos enemigos, los despóticos patricios. Tras recibir el lanzazo de un legionario, Draba acaba siendo rematado por Craso, quien en su tremenda sevicia despoja de su vida a quien cree un inferior. Espartaco y sus compañeros quedarán profundamente marcados con la visión de este hecho. Como el propio Baciato asegura, fue la chispa que hizo estallar el polvorín.
Otra escena muy célebre, en este caso por ser motivo de escándalo y por haber sido censurada en España, es aquélla en la que Craso utiliza la metáfora de “las ostras y los mejillones” para insinuar su bisexualidad a Antonino. Se acentúa además la “perversión” si tenemos en cuenta que todo sucede mientras Craso toma uno de sus baños, y Antonino unge su cuerpo con afeites. Hay que tener en cuenta que la ambigüedad sexual era muy habitual en la época, siendo la sociedad romana, al igual que muchas de la antigüedad, muy pródiga en fiestas y orgías donde se daba rienda suelta a los juegos eróticos, sin ningún tipo de pudor o cohibición. El tipo de bacanales recogidas, por ejemplo, por Petronio en su obra ‘El Satiricón’, que Federico Fellini llevaría al cine.
Las escenas de amor son siempre rodadas en estudio, y armonizadas por el genial Love Theme del mencionado Alex North. Este famosísimo tema musical acompaña magistralmente a la adorable pareja y consigue emocionar hasta al espectador más insensible. North, en cada una de las piezas de la magnífica banda sonora mostró su perfecta adecuación al cine histórico, algo que corroboró con la composición que realizó para ‘Cleopatra’ (1963), de Joseph. L. Mankiewicz. Lástima que Kubrick no se portara todo lo bien que debiera con el compositor, quien sufrió el varapalo de ver cómo se desechó su trabajo para ‘2001: Una odisea del espacio’.
El tercio final de la película es de los más emocionantes que se puedan encontrar. Cuando la batalla termina con la victoria romana, el paisaje se presenta tétrico y desolador. Una multitud de cuerpos puebla la pantalla, los cadáveres de hombres, mujeres, niños, ancianos y legionarios yacen por todo el descampado. Craso, en su afán de ver a su enemigo derrotado y acabado, busca el cuerpo de Espartaco. Cuando el general romano pregunta a los vencidos por la identidad de su líder y Espartaco está a punto de entregarse, los esclavos van levantándose sucesivamente al tiempo que gritan: “Yo soy Espartaco”. Queda claro que, al igual que Napoleón Bonaparte, el tracio supo ganarse la fidelidad y devoción de sus tropas.
De este modo, las represalias de Craso son terribles. Los esclavos supervivientes tienen un final peor que el de los fallecidos en la batalla, pues, en una muestra de la crueldad existente en aquella época, son crucificados a lo largo de toda la Vía Apia.
Y una nueva vuelta de tuerca al sadismo es la que ofrece Craso, cuando tras dejar a Antonino y a Espartaco como últimos prisioneros con vida, obliga a ambos a luchar a muerte. Los dos ponen todo su afán en derrotar al contrario, pues dentro de su fatal destino, saben que morir por la herida de una espada es más “dulce” que la terrible crucifixión. Finalmente Espartaco consigue derrotar a Antonino, pero antes de asestar el golpe de gracia al joven se declaran mutuamente su amor “paterno-filial”. Una vez que Espartaco queda como último reducto de la rebelión, Craso ordena que sea clavado en la cruz, pero primero se asegura de minar la moral de su enemigo, regodeándose mientras le cuenta cómo Varinia y su hijo son de su propiedad, y servirán como esclavos en su mansión patricia. Cuando la ve por primera vez en Capua, Varinia sólo era uno más de los caprichos de Craso, pero ahora el cruel militar romano se regocija de haber desposeído a su rival de aquello que más quería.
Sin embargo, el final de la película muestra un momento de felicidad, ya que la lucha de Espartaco no ha sido en vano. Cuando Espartaco agoniza, ve a Varinia que huye de la capital junto a su hijo y a Baciato. Varinia muestra el bebé al malogrado tracio, al tiempo que hace saber a éste que su hijo, su próxima generación, es libre. El ansia de Espartaco, liberar al hombre de su esclavitud, se ha logrado en cierta medida. Si bien su leyenda será ultrajada por los cronistas romanos, especialistas en humillar al enemigo vencido, Espartaco es consciente en sus últimos estertores de que su amada y su hijo vivirán en libertad el resto de sus vidas. Horacio lo expresó bien con la siguiente sentencia: “Non omnis moriar”, con la que vino a decir: “No moriré enteramente, pues como legado me sobrevivirá mi obra”. Como la voz en off del principio del film nos anuncia: “El sacrificio de Espartaco se convirtió en el triunfo de la humanidad”.
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