Sobre El Parnasillo

Algunos que se hacen llamar amantes del cine se aferran con obstinación a la caduca idea de que ya no se hacen películas como las de antes, como si la única manera de hacer buenas películas fuera a imitación de las antiguas. Si bien es cierto que con más frecuencia de la deseable se abusa de la infografía digital, no menos cierto es que esta herramienta, sabiamente utilizada, puede convertirse en un firme aliado de la calidad, sin menoscabo de otros elementos más tradicionales como el guión. Tal es el caso de ‘La fuente de la vida’ –aunque aquí los efectos especiales están hechos mediante reacciones químicas de microorganismos–, la última obra de Darren Aronofsky, una película que, por la naturaleza misma de la historia que narra, no habría podido ser realizada tiempo atrás; más aún, es improbable que una idea así se hubiese gestado en la mente de algún director cuando el modelo a seguir era el cine de estudios, y fuera de ese acotado espacio no había margen para la creación.
Desde que diera el salto al largometraje
en 1998 con la laberíntica, sugerente y por momentos
ampulosa ‘Pi, fe en el caos’,
quedó demostrado que Darren Aronofsky no era un director
a la carta, y que tenía un imaginario poderoso y una
forma de hacer cine lejos de todo convencionalismo, características
que le valieron las comparaciones con autores tan personales
e insobornables como David Lynch.
Esta temprana exhibición de talento, aún en
agraz, merecía un seguimiento con vistas a comprobar
si iba en aumento o si, por el contrario, como tantas veces
ocurre cuando convergen juventud y osadía, declinaba
y adoptaba manifestaciones espurias cual pompas de jabón.
Su siguiente película, ‘Réquiem por un sueño’, de 2000, fue la confirmación de que Aronofsky era más que una promesa; era ya toda una realidad. Nunca antes el descenso al infierno de las drogas había sido retratado de forma tan obsesiva y visceral, con un lenguaje cinematográfico iterativo, sostenido en el montaje y en la música, que se plegaba perfectamente a una historia de excesos, demencia y distonía. Aronofsky también demostraba su pericia en la dirección de actores, sacando una gran interpretación del, por otra parte, anodino Jared Leto, y de la más avezada Jennifer Connelly. Asimismo, fue la primera de sus colaboraciones con la madura Ellen Burstyn, a quien sacó del ostracismo en el que se encontraba y que ganó la Espiga de Oro en la Seminci merced a la interpretación de una madre afligida por la soledad, el sobrepeso y las vanas ilusiones de una popularidad catódica típicamente americana.
Y así llegó ‘La
fuente de la vida’ –‘The
Fountain’, en original, título al que
algún voluble trujamán tuvo la genial
ocurrencia de añadir una prescindible coletilla–,
la que es sin duda su obra maestra. La génesis
–no podría decirlo con otras palabras–
de ‘La fuente de la vida’ es el mejor indicador
del significado que para Aronofsky entraña esta película.
En un principio, su rodaje estaba previsto para el 2002, con
Brad Pitt y Cate Blanchett en los papeles protagonistas, pero
dos semanas antes de empezar a rodar, con los escenarios ya
construidos, el marido de Angelina Jolie, en una decisión
que dice poco de su inteligencia, se desvinculó del
proyecto aduciendo discrepancias con el guión; abandono
éste al que le sucedió poco después el
de la que iba a ser su compañera de reparto –dicen
que las ratas son las primeras en abandonar el barco–.
Con estas sensibles bajas, la Warner suspendió el proyecto
y Aronofsky se quedó compuesto y sin novia. Consciente
de la importancia de la historia que tenía entre manos,
en los sucesivos años no cejó en su empeño
de sacarla a flote, aun a riesgo de renunciar a las golosas
ofertas que le llegaban, como la de dirigir ‘Batman
Begins’, de la que finalmente se hizo cargo el no menos
talentoso Christopher Nolan. Tras años de infructuosas
negociaciones con unos productores ciegos ante el valioso
material que se les ofrecía, Aronofsky estuvo a punto
de capitular, no hallando salida a su sueño, y de este
modo, para que no se perdiera su guión en algún
cajón oscuro de la memoria, decidió publicarlo
en forma de novela gráfica, con la ayuda del ilustrador
Kent Williams. El cómic en cuestión
también lleva por título ‘The Fountain’
(ed. Vértigo), y en España fue publicado por
la editorial Planeta DeAgostini en 2006.
Por suerte, ese mismo año la Fox asumió la producción de la película, con una rebaja sustancial del presupuesto previsto inicialmente –100 millones de dólares– y una reelaboración del guión primigenio, algo que sin duda influyó en el recorte del metraje. En esta ocasión, los papeles fueron a parar a manos de Hugh Jackman y Rachel Weisz, a la sazón convertida en señora Aronofsky tras el rodaje. Con el resultado a la vista, los cambios en el capítulo interpretativo no pudieron haber sido más acertados, pues cuesta creer que el rígido e inexpresivo Brad Pitt hubiera podido componer una actuación tan intensa y sentida como la de Hugh Jackman, que desde ‘El prestigio. El truco final’, del citado Nolan, viene demostrando unas dotes interpretativas para el drama impensables en un actor que se dio a conocer como el rudo Lobezno, de los ‘X-Men’.
La presentación oficial de ‘La fuente de la vida’ tuvo lugar en el, a priori, marco incomparable del Festival de Venecia. Sin embargo, lo que se presumía como una deslumbrante puesta de largo se trocó en una atronadora salva de pataleos y abucheos de unos críticos a los que se les supone un saber estar, pero que, a la hora de la verdad, poco distan de los enfervorecidos hinchas que ensucian con su grosería los estadios de fútbol. El embotamiento de la sensibilidad es un mal tan extendido que, no ya sólo afecta a la masa del público más consumista, sino que también, y lo que es más preocupante, alcanza a los que hacen del cine y de la recensión su medio de vida.
A poco que uno reflexione sobre las
causas de esta animosidad se percatará de que existe
una soterrada voluntad urdida por la canalla para vituperar
toda aquella manifestación artística que tenga
un afán de trascendencia, con el oscuro propósito
de igualar todo en mediocridad; y esto no es algo exclusivo
del cine, sino que afecta a todas las artes por igual. Podría
exponer aquí cientos de ejemplos que corroboran esta
teoría, pero baste con citar uno próximo: ‘El
nuevo mundo’, de Terrence Malick, otra película
sensible dirigida a una minoría de espíritus
elevados, que, como no podía ser de otra manera, fue
duramente atacada por la incapacidad de muchos de profundizar
en ella. Cada vez que se estrena una película profunda
indefectiblemente se la tacha de pretenciosa, arrojando sobre
ella la peor de las injurias. Si a la profundidad añadimos
un acabado de gran belleza y plasticidad, entonces
la diatriba será más despiadada, pues el esteticismo
es el rasgo más detestado –y, por regla general,
estos sofistas siempre sostendrán la falacia de que
una bella forma oculta un pobre fondo–. Kubrick cargó
toda su vida con ese sambenito, y sólo por preocuparse
de estudiar la naturaleza del hombre, y aún hoy hay
voces –desautorizadas por su misma vehemencia–
que alzan su voz contra ‘2001:
Una Odisea del Espacio’, con la que muchos se han
empeñado en comparar ‘La fuente de la vida’,
buscando más afinidades de las que realmente hay. Así
pues, la conjura de los necios es algo más que el título
de una novela.
No obstante, Aronofsky pudo resarcirse de la oprobiosa acogida que le dispensaron en Venecia –algo que, por otra parte, creo que le provocó la sonrisa de superioridad de todo aquel que sabe dónde se mete– acudiendo poco después al Festival de Cine Fantástico y de Terror de Sitges, donde recibió las felicitaciones de un público con una mentalidad abierta y más acostumbrado a propuestas experimentales. Para no llevar a engaño, allí quiso dejar claro que
’La
fuente de la vida’ no se parece a nada de lo que haya
hecho antes, y puede que los fans de ‘Pi’ y ‘Réquiem
por un sueño’ se sientan defraudados.
En verdad, ‘La fuente de la
vida’ está muy alejada temáticamente de
las dos anteriores películas de Darren Aronofsky, que
en ningún caso pretenden indagar en el significado
de la existencia, más que como una combinación
numérica del Sefirot
hebreo –‘Pi’– o como un salto al vacío
a través de la evanescente ilusión de las drogas
– ‘Réquiem por un sueño’–.
‘La fuente de la vida’ no renuncia al misticismo
de ‘Pi’, pero se acerca a él desde una
óptica más diáfana y sincera que la Cábala.
Lo hace por medio de una experiencia por todos compartida:
la muerte, con sus implicaciones metafísicas y la complejidad
de asumirla como una fase inevitable dentro del ciclo de la
vida. ‘La fuente de la vida’ ha sido definida
como un “poema sobre la muerte”,
y dicha definición no le es ajena. Utilizando una metáfora
extraída de la propia película, podría
decirse que es un árbol enraizado en dos ideas presentes
en el guión: “la muerte
como acto de creación” y “la
muerte es el camino a lo reverencial”, ideas
ambas tomadas de diferentes religiones, como la cristiana,
la maya y la budista, con un denominador común: la
palingenesia o metempsicosis, plasmado de forma brillante
en el inframundo de los mayas: Xibalbá, el lugar al
que van a parar las almas de los muertos para reencarnarse.
En la cama del hospital, cuando es consciente de la inevitabilidad de la muerte, Izzi le cuenta entre lágrimas a Tommy, que aún se resiste a aceptar lo que a la fuerza ha de ocurrir, la historia del padre de Moses Morales, su guía espiritual: que junto a su tumba plantó una semilla, que de esta semilla brotó un árbol en cuyo interior él vivió, dio sus frutos, que posteriormente comieron los gorriones y así pudo volar con ellos, en una reproducción del ciclo de la vida.
El comienzo de ‘La fuente de la vida’ es muy esclarecedor en este sentido, pues arranca con una cita bíblica:
Entonces,
el Señor expulsó a Adán y Eva del Jardín
del Edén y colocó una espada flamígera
para proteger el árbol de la vida - Génesis
3:24.
La espada flamígera la incorporará posteriormente
Aronofsky en el sacerdote maya que custodia el árbol
de la vida, fundiendo todas las religiones en una.
Aquí se demuestra una vez más que lo importante en una película no es tanto la idea como el tratamiento que se le dé, pues la idea de un científico que quiere encontrar una cura para su mujer enferma no es nueva, pero en cambio sí lo es la forma tan original en que Aronofsky reviste y nos transmite esa idea.
El director neoyorquino expresó de este modo su idea de partida y el tratamiento que pensaba darle:
El
deseo de vivir por siempre está profundamente anclado
en nuestra cultura. Todos los días la gente está
buscando maneras de vivir más años o sentirse
más joven. No hace falta más que ver la popularidad
en Estados Unidos de programas como ‘Extreme Makeover’
o ‘Nip / Tuck’. La
gente desea a toda costa ser más joven e incluso a
menudo se rechaza que la muerte es una parte de la vida. Los
hospitales se gastan cantidades ingentes de dinero en tratar
de mantener con vida a los enfermos. Pero nos hemos preocupado
tanto por mantener la parte física que muchas veces
nos olvidamos de alimentar nuestro espíritu. Es por
eso que éste era uno de los temas centrales que quería
abordar en la película: la muerte nos hace humanos
y si viviéramos eternamente, ¿perderíamos
nuestra humanidad?
‘La fuente de la vida’ está narrada en tres actos, con la particularidad de que esos tres actos se nos presentan en un montaje alterno. Son tres historias que pivotan en torno a los mismos personajes –Thomas e Isabel Creo– en diferentes épocas y ambientes: el siglo XVI, donde el conquistador y vasallo de la corona Tomás busca en la selva guatemalteca el árbol de la vida que salve a la soberana de la conspiración que trama el Inquisidor para así vivir eternamente con la reina Isabel –la Católica–, en una búsqueda inspirada en la leyenda de la Fuente de la Eterna Juventud de Ponce de León –el tiempo pasado–; el siglo XXI, donde el oncólogo Thomas busca una cura para el cáncer que salve a su mujer de un tumor cerebral –el tiempo presente–; y el siglo XXVI, donde el monje budista Tom se encamina a la nebulosa Xibalbá para devolver a la vida a su amada Izzi, que en esta ocasión cobra la forma del árbol de la vida –el tiempo futuro–.
Que el Tom del futuro sea representado
como un monje budista, con la túnica y el pelo al rape,
en lugar del típico astronauta con la típica
escafandra, y que en vez de viajar en una nave espacial como
las que tantas veces hemos visto en el cine, viaje –o
gravite– en una biosfera, es lo que otorga a esta película
un rango especial que la distingue de todo lo visto con anterioridad.
Lo mismo vale para la simbolización del anillo recuperado
como aceptación de que se puede seguir estando juntos
a pesar de la muerte y del árbol como Fuente de la
Eterna Juventud:
Cuando
empezamos a concebir la historia investigamos en la cultura
maya. Indagamos también en la Biblia y encontramos
que, en muchas narraciones, la
Fuente de la Eterna Juventud está encarnada por algo
vivo, algo orgánico o sustancioso,
subraya Ari Handel, coguionista del filme y oncólogo de profesión, experiencia que aprovechó Aronofsky para construir el laboratorio donde trabaja Tommy.
Para recrear la selva y la civilización maya Aronofsky reconoció haberse inspirado en ‘Aguirre, la cólera de Dios’, de Werner Herzog, y en ‘La montaña sagrada’, de Alejandro Jodorowsky, pero sería inútil criticar la película desde el rigor histórico, como a menudo hacen algunos puntillosos que confunden el cine con un tratado de Historia, porque, en el caso que nos ocupa, tanto la historia del pasado como la del futuro son la invención de unos personajes; o, dicho con otras palabras, una ficción dentro de la ficción. En realidad, ‘La fuente de la vida’, en tanto película que es, se compone de un metatexto –el libro ‘The Fountain’ que empieza a escribir Izzi y que termina Tommy– que a su vez subsume a tres hipertextos, que se corresponden con las tres historias descritas anteriormente. La historia del pasado la escribe Izzi, la del presente la escriben Izzi y Tommy en el transcurso de sus respectivas vidas, y la del futuro la escribe Tommy por expreso deseo de Izzi. Nosotros, como espectadores, vemos las tres integradas en un todo, la película, pero, puestos a desmenuzar, hay dos capas dentro de la ficción: la historia presente, primera capa; y las historias pasada y futura, segunda capa.
Esta estructura narrativa compleja de capas superpuestas y diferentes niveles de ficción le sirve a Aronofsky para dosificar la información que va proporcionando al espectador, que está obligado a atar cabos y a ver varias veces la película para encontrar su pleno sentido. Eso es precisamente lo que hace grande una película: que no quede exangüe después de vista, y que aguante o, aún más, exija varios visionados.
El
montaje alterno, además de dar ocasión a una
amplia gama de ingeniosos raccords
–como el de la corteza del árbol y la piel de
Izzi que se funden en la bañera– que enlazan
unas historias con otras, también ofrece claves de
interpretación diseminados aquí y allá.
Por ejemplo, las primeras palabras del capitán Tomás,
cuando ejecuta el ritual postrado ante la cruz, son: “Permítenos
ponerle fin”, que remite directamente a la historia
del futuro: fin del libro y fin también de su rechazo
a aceptar lo que tenía que ocurrir –"Todo
lo que ocurre, ocurre necesariamente", 'Los dos
problemas fundamentales de la ética', Arthur Schopenhauer–.
Así también el futuro remite al pasado cuando,
ya en Xibalbá y con el árbol sin vida, la reina
Isabel se le aparece a Tom como una fantasmagoría y
le pregunta: “¿Liberarás
a España de la esclavitud?”, expresando
así con otras palabras lo que antes le había
pedido: que terminara el libro y aceptara la muerte, su muerte,
que para él es una esclavitud o muerte en vida. Del
mismo modo, el presente también está imbricado
en el futuro, pues en una de las muchas ocasiones en que se
nos ofrece la secuencia de la primera nevada, Tommy aparece
con la cabeza afeitada.
En lo que sí se parece ‘La fuente de la vida’ a las anteriores películas de Darren Aronofsky es en su montaje iterativo; la peculiar manera que él tiene de mostrar la obsesión –y, claro está, ¿qué hay más obsesivo que la pérdida de un ser querido?–. La repetición de motivos, al modo de una partitura minimalista, estaba ya presente en ‘Pi’ en los temblores y convulsiones que sufría el protagonista durante sus ataques nerviosos, en las pastillas que ingería en esos momentos de angustia y en los cerrojos de la puerta que corría para que ningún vecino entrase. En ‘Réquiem por un sueño’ el principal motivo era el ingenioso montaje que acompañaba a cada esnifada de cocaína: una raya, un billete de dólar enrollado, con la efigie de George Washington en primer término, y la dilatación de la pupila.
En ‘La fuente de la vida’
los motivos son más variados: el anillo que la reina
Isabel deposita en la mano del capitán Tomás,
cuyo puño cierra ésta acto seguido; el ritual
arrodillado ante la cruz, donde
descubre el anillo que guarda en una pequeña bolsa
y se santigua; los dedos extendidos que imantan y erizan el
vello del árbol, método que utiliza el monje
para saber que goza de buena salud; el vello de la nuca de
Izzi que se eriza al sentir el leve contacto de los labios
de Tommy; el guardián maya que custodia el árbol
de la vida y que derriba a Tomás con la espada flamígera;
el rostro angelical de la reina Isabel bañado en luz
que anima al conquistador en su búsqueda; la cámara
que sigue a una Izzi sonriente y con el pelo largo, antes
de padecer la enfermedad, etc.
Pequeños detalles como éstos, planos de apenas unos segundos de duración, pero de una vida de emoción, son los que hacen de esta película una joya. Muchos son los que han criticado la historia del futuro, por su misticismo new age, pero tal vez sea mi preferida, por todo el amor que desprende cada gesto de Tommy en su exquisito cuidado del árbol –¿habría que hablar aquí de ‘El jardinero fiel’?–, y en esa manera tan delicada que tiene de hablarle en susurros, como a alguien que está dormido o enfermo: “No te preocupes. Ya casi estamos”. Por otra parte, ¿quién no es capaz de conmoverse con la rabia de Tommy cuando ve que están cubriendo con la sábana la cabeza de su esposa muerta, empuja contra la pared a un médico que trata de tranquilizarle e intenta reanimarla con la energía que sólo proporciona la desesperación?
Esta obsesión y repetición de motivos no conseguiría el mismo efecto sin la música del genial compositor británico Clint Mansell, que en esta ocasión se supera a sí mismo, y que vuelve a contar con la inestimable colaboración del cuarteto de cuerda Kronos Quartet y del grupo escocés de post-rock Mogwai. Es una de las bandas sonoras más sensibles que se han compuesto y sin ella ‘La fuente de la vida’ no sería lo que es. Es el complemento ideal a las hermosas imágenes y más hermosos aún sentimientos que transmiten estas imágenes. Mansell se hizo un hueco en la fonoteca de todo melómano con la vibrante ‘Lux Aeterna’, de ‘Réquiem por un sueño’, sobre todo a raíz de que se usara para anunciar el tráiler de ‘Las dos torres’. La popularidad que adquirió este tráiler fue tal que se bautizó a la pieza con un nuevo nombre, híbrido de ambas películas: ‘Requiem for a tower’. Ahora, con ‘La fuente de la vida’, nos ofrece composiciones más intimistas y melancólicas, de ritmo pausado y ascendente, como ‘The Last Man’ y ‘Together We Will Live Forever’.
La fotografía de Matthew Libatique y el montaje de Jay Rabinowitz, colaboradores habituales de Aronofsky, son encomiables, y otro tanto se puede decir de la iluminación, pues ‘La fuente de la vida’ es justamente eso: la búsqueda de la luz: la luz del mediodía que entra por las puertas del aposento real y baña la cara de la soberana Isabel, nimbando su bello rostro de una expresión angelical; el destello de Xibalbá cuando Tommy acude a la tumba donde descansa en paz su esposa, entierra una semilla y mira hacia el cielo; o la luz del exterior que asoma al abrirse y cerrarse la puerta cuando Izzi sale sola a ver la primera nevada tras recibir la negativa de Tommy, muy ocupado en sus investigaciones. Este motivo, el de la primera nevada, es el más repetido porque obliga a decidir a Tommy entre su afanosa búsqueda de una cura para el cáncer o pasar el mayor tiempo posible en compañía de Izzi; es decir, entre negarse a lo inevitable –“la muerte es una enfermedad y yo encontraré la cura”– o aceptarlo y asumirlo con aplomo y entereza.
A nivel de composición y montaje,
la luz también está presente en los fundidos
a blanco, en los abundantes planos cenitales y en los planos
simétricos, que son dos: el de Tommy en el coche camino
del laboratorio y el de Tomás galopando camino del
palacio de la reina. Esta simetría y esta luz cenital
también están representados en el cartel de
la película, que podría considerarse un paratexto.
Desde un punto de vista simbólico, la luz significa
pureza, y
ésa es la imagen que da Izzi en su madura aceptación
del destino que le aguarda: la de una vestal. Aronofsky lo
expresa con estas palabras:
Izzi
es la atalaya de Tom, su única verdad; siempre que
aparece representa el amor y la pureza.
El momento en el que Tom empieza a aceptar la muerte de Izzi –"sic erat in fatis", "así lo quiso el destino", Ovidio–, le dice sonriente a ésta, que asume la forma de reina: “Voy a morir”, a lo que sigue el maravilloso descubrimiento que hace el capitán Tomás del árbol de la vida, cuya savia bebe con avidez; pero que, en lugar de proporcionarle la ansiada vida eterna, le convierte en el Primer Padre de la religión maya, que se sacrifica para crear la vida –“la muerte como acto de creación”–. Ésta es la confirmación de que no se puede detener a la muerte. Sólo cuando Tom lo acepta recupera el anillo de bodas perdido en el laboratorio.
En el apartado interpretativo, no puedo menos de elogiar las actuaciones tanto de Hugh Jackman, que transmite igual de bien el coraje, la lealtad y la determinación del conquistador que la ternura, la rabia y la desesperación del hombre del presente y del futuro, así como de Rachel Weisz, inconmensurable en su valentía a la hora de afrontar el duro trance de la muerte, una muerte que le llega demasiado joven, y conmovedora en sus rasgos faciales seráficos que irradian paz y serenidad. Se nota que ambos se implicaron a fondo en el proyecto. Prueba de ello son las siguientes palabras de la guapa actriz británica:
El
guión era uno de los más estimulantes que nunca
haya leído. Era muy emotivo e invitaba a la reflexión
–me eché a llorar como un bebé después
de leerlo–.
‘La fuente de la vida’
es una de las películas más delicadas y románticas
que he visto en mi vida, pero que nadie me malinterprete:
con
esto no me estoy refiriendo a ese romanticismo tan pegajoso
y banal surgido al albur de los nuevos tiempos. El auténtico
romanticismo, el de lord Byron, Percy B. Shelley y tantos
otros poetas de vida azarosa y atormentada, nada tiene que
ver con ramos de flores o cenas a la luz de las velas, y menos
aún con estallidos de risa y alegría incontenible.
El romanticismo prístino siempre desemboca en tragedia,
y encuentra en la muerte y en la nostalgia sus principales
blasones. En una estremecedora secuencia, Tommy observa su
brazo tatuado de anillos concéntricos, como los que
determinan la edad en el tronco de un árbol, y musita
para sus adentros: “Todos
estos años, todos estos recuerdos han sido por ti”.
Eso es romanticismo.
Para alguien que, como yo, ha sufrido una pérdida irreparable en similares circunstancias, ‘La fuente de la vida’ es una savia balsámica que ayuda a aceptar lo inevitable, aquello que los griegos y romanos llamaban destino o fatum y los cristianos Providencia, y que invita a soñar con Xibalbá.
“Algún día devolveremos la materia al otro lado del agua”, Lao Tse.
'La fuente de la vida' es una de esas pocas películas de las que puedo decir que me han hecho mella, y es por ello que le dediqué el siguiente poema haciendo mía la experencia vivida, el viaje sentimental que había sido capaz de provocar en mí.
El árbol de la vidal
Nunca nadie vio un pájaro morir sin que pensara inconscientemente en echarse a volar.
Fuegos danzantes.
Nebulosa incardinada.
Mandalas.
Todas las posibilidades están aquí,
en este árbol yacente y suspendido
entre franjas de un cielo azafranado y malva
como una opalina burbuja a punto de desvanecerse,
con sus ramas implorantes tendidas al sol
–de tan viejas, agostadas–,
y una leve propensión al llanto.
No hay palabras.
Escucha.
No hay voz.
Escucha.
Escucha su latido,
su pesado jadeo de gigante,
su telúrico gemido,
su botánica ciencia,
la profusa raigambre de caótica maleza,
su urdimbre sombría y babélica
y acaso igual de solitaria que de incierta,
su equilibro imposible de estilita,
su endémica cosecha de oscuros nidales,
la longeva geometría de sus pestañas
de adusta mnemotecnia,
y la verde impudicia de sus hojas
otrora rozagantes
y ahora ya decrépitas.
Escucha este vasto silencio astillado
en prístinas secuelas
de un esqueje que germina,
retoñado,
en el mismo corazón de la madera.
Aguza el oído y escucha su historia,
la que tiene escrita en cada uno de sus círculos,
esos círculos concéntricos que ahora tatúan tu brazo
como ondinas de un mar convexo.
Escucha cómo van creciendo en ti
sus raíces,
su corteza,
su sombra quiescente,
su terrosa nascencia,
su laberíntico rizoma,
su umbría piel de musgo,
su bufanda de lluvia y cometas.
Y mira cómo se eriza su vello
imantado por las yemas de tus dedos
cada vez que con un soplo
–de la boca, un hiato; de la lengua, un diptongo–
estremeces su recia escultura
de tiempo, vástagos y brotes secos.
Mira y admira su reposo de largo y místico sueño
como si su nuca quisiera dormirse
–eterna amante duermes–
en el canal angosto de tus labios
mientras le susurras una nana más antigua
que el más antiguo de los dioses,
cuando los dioses eran eidéticos.
En su corteza tallaste las iniciales de tu nombre.
De su fértil savia bebiste eterna vida.
Vivirás mientras él viva.
Morirás cuando él muera.
Tu destino está unido al suyo.
Sois uno y el mismo.
Pero escucha.
Hoy el sol pronuncia tu profecía con amorosa
cadencia y recita cada una de tus vértebras
con anatómica demanda
y precisión de sombra y cuerpo.
Ya casi hemos llegado.
Por favor, resiste,
no desfallezcas.
Montaje de 'La fuente de la vida'
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Óscar Bartolomé