La Naranja Mecánica, crítica, explicación y análisis filosófico de la película de Stanley Kubrick
'La naranja mecánica' es una de esas escasas películas de las que se puede decir que han hecho época. Después de más de treinta años de su estreno, aún sigue suscitando polémica y haciendo correr ríos de tinta. Esto podría ser significativo en el caso de otro director, pero tratándose de Kubrick no es algo que llame demasiado la atención, pues su filmografía estuvo abocada desde muy temprano al escándalo. 'Senderos de gloria' (1957) fue la película que le dio nombre, pero también le generó fricciones con el gobierno francés, que prohibió su exhibición hasta hace bien poco. Con posterioridad tuvo que superar los obstáculos de la censura con 'Lolita' (1962), para ya en el ocaso de su vida lidiar con idéntica traba con 'Eyes Wide Shut' (1999), su obra póstuma.
Con eso y con todo, 'La naranja mecánica' fue la película que más problemas le causó. Es bien sabido que hasta ayer, como quien dice, no se estrenó en Inglaterra. La Warner Bros., productora del filme, tuvo que renunciar, a petición de Kubrick, a su exhibición y distribución en dicho país, puesto que el director había recibido amenazas de muerte que le comprometían a él y a su familia, que ya por aquel entonces vivían en suelo británico. Estas amenazas se unieron a unos extraños rumores según los cuales el IRA quería atentar contra él mientras filmaba 'Barry Lyndon' en tierras irlandesas, contratiempo que modificó sustancialmente sus planes de rodaje, obligándole a buscar otras localizaciones.
Por si fuera poco, la violencia que impregna algunas de las secuencias más célebres de la película sirvió de inspiración para que muchos grupos de adolescentes descerebrados emularan las correrías de Alex y sus drugos, emprendiéndola a golpes con mendigos y buscando carne fresca con que satisfacer su perturbada libido. Aún hoy, cuando aparece un vagabundo apaleado, en los informativos se busca la explicación en las, según ellos, nocivas influencias de 'La naranja mecánica'. Huelga decir que es bastante triste que se siga recordando a esta magnífica película por las acciones que unos desaprensivos –que, no nos engañemos, si no hubieran visto el filme habrían cometido de igual modo sus tropelías– llevaron a cabo fascinados por la obra de Kubrick. El mal no necesita de ninguna excusa para manifestarse, y resulta muy cómodo para los políticos hacer recaer las culpas en una película o en un videojuego cuando son ellos, nuestros próceres, los que deben educar en el civismo y en el respeto a esta sociedad descarriada.
El debate que suscita 'La naranja mecánica' está ligado a la idea de la violencia como factor estético. Kubrick, un maestro en el manejo de la cámara, dotó a sus planos de una poderosa expresividad y belleza por medio de recursos bien medidos como el gran angular, el zoom out, la cámara subjetiva y el montaje acelerado o el ralentí, a los que habría que añadir su facilidad para encontrar el encuadre óptimo. La música también contribuyó a este efecto. Piezas como 'La urraca ladrona', de Gioacchino Rossini, o la 'Obertura de Guillermo Tell' –esta última con los arreglos de Walter Carlos–, crean en el espectador la sensación de estar presenciando una coreografía. Esto se ve con total nitidez en la secuencia del enfrentamiento entre las bandas de Billy Boy y Alex de Large. Al comienzo de la misma la cámara hace una lenta panorámica de arriba abajo mostrándonos un teatro abandonado; clara alusión al tragicómico espectáculo que veremos a continuación.
¿Debe ocuparse el cine, como arte que es, de los aspectos más oscuros e irracionales del ser humano? Yo creo que sí, y por eso estoy en contra de aquellas opiniones taimadas e hipócritas que abogan por ocultar la naturaleza más perversa del hombre. La única manera de llegar a comprender la psique es estudiar la amplitud del comportamiento humano, y para ello es imprescindible analizar la maldad. Sólo así podemos avanzar en la búsqueda de unas bases que mejoren nuestra convivencia. Un niño necesita que le digan qué es lo que está bien y qué es lo que está mal. La ambigüedad, el relativismo moral tan afín a esta época de decadencia en que vivimos es el mayor enemigo del respeto. En este sentido, son muchos los críticos que han querido ver una continuación entre el último plano de '2001: Una Odisea del Espacio' y el primero de 'La naranja mecánica', convirtiéndose de este modo Alex en una prolongación del feto de las estrellas. Me parece una hipótesis plausible, por cuanto que el bebé es, según Nietzsche, el último escalafón del hombre, y Alex representa en la sociedad en la que vive el ser más desarrollado. Ese bebé del que hablaba el filósofo de Röcken era superior porque estaba aislado en su placenta de cualquier influencia del entorno. Sólo empezando de cero se puede crear algo nuevo. Arthur C. Clarke va más allá, y deja entrever que ese feto destruirá la Tierra. Por lo tanto, el ser humano tiende irremisiblemente al mal, y así es como llegamos a Alex, un adolescente malcriado por unos padres abúlicos desconocedores de las fechorías que comete su hijo por las noches. Se suele considerar que estas dos películas, junto con 'Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú?' (1964), forman una trilogía de la lucha entre el hombre y sus creaciones. Kubrick rodó las tres de forma consecutiva, ya que le obsesionaba la idea de cómo el hombre estaba tan capacitado para crear vida como para destruirla.
'La naranja mecánica' es, indudablemente, una película pesimista, como todas las de su autor. Alex expía sus pecados y padece en su propia carne y de manos de sus víctimas los castigos que les ha infligido, pero esa dolorosa experiencia no le lleva a replantearse su nefario comportamiento, sino que le reafirma en su malos hábitos. El único modo de que deje de hacer daño es emasculando su libre albedrío. ¿Está justificado aherrojar la voluntad de un individuo si con ello se evita que actúe mal? Ésa es la pregunta principal que suscita la película. Mediante el tratamiento Ludovico se consigue que Alex sienta náuseas cada vez que le agita el irrefrenable deseo de empecer a alguien. Kubrick muestra su rechazo frontal ante la privación de la inalienable capacidad de elección asociando la 'Novena Sinfonía' de Beethoven al tratamiento. Alex, con su apremiante necesidad de abandonar la cárcel, se ofrece de cobaya a unos experimentos conductistas que le transforman en una suerte de perro de Paulov. Tanto el ministro del Interior del Gobierno en funciones como la oposición juegan con él hasta convertirlo en un muñeco roto. Sólo el capellán de la prisión se preocupa por él, pues para los demás no es más que un instrumento. En la sociedad de 'La naranja mecánica' todos los personajes, excepto éste, son pragmáticos e interesados. No hay diferencias entre los gerifaltes emperifollados y los delincuentes astrosos: cada cual busca su provecho utilizando a los demás de una forma execrable.
Una de las mayores virtudes de la película es su capacidad para hacer que el espectador se sienta identificado con el protagonista. Para ello Kubrick utiliza de manera inmejorable la voz en off, uno de sus recursos preferidos en la década de los setenta, donde quiso experimentar con la figura del Deus ex machina –en 'Barry Lyndon' se aprecia mejor–. Para potenciar este efecto quiso que la narración fuera una confidencia de Alex al espectador, en la que busca su apoyo y comprensión con una retórica zalamera que, en definitiva, constituye la única nota de alejamiento con respecto a tan singular personaje. Por lo demás, resulta sorprendente cómo, a medida que transcurre la historia, uno llega a sentir lástima por un ser tan abyecto. En cierto modo, esto es así porque sus congéneres no son mucho mejores que él. Al menos en el caso de Alex se observa una fidelidad a sus principios, una sinceridad hacia sí mismo que contrasta con la de sus drugos, que a la postre acaban encontrando un puesto en la policía; hecho que demuestra a las claras el nivel de corrupción inherente a la clase política. Las miradas que a menudo dirige el protagonista a cámara, como cuando se dispone a violar a la mujer del escritor –Adrienne Corri, que también fue la diseñadora del vestuario– cantando 'Singing in the rain', logran una mayor complicidad entre espectador y personaje, puesto que nos hace partícipes –me atrevería incluso a decir cómplices– de sus iniquidades.
La banda sonora juega un papel fundamental en 'La naranja mecánica'. Kubrick fue un maestro a la hora de sugerir a través de la música. Para él era un elemento expresivo de primer orden, tal como la iluminación o la fotografía. A modo de ejemplo, conviene citar el excelente uso que hizo del Lacrymosa del Réquiem de Mozart en 'Eyes Wide Shut' para dar a entender que se había producido una muerte antes de que el doctor Hardford (Tom Cruise) lo leyera en las páginas de un periódico. Esta película, menospreciada por muchos, tanto admiradores de la obra del que fuera fotógrafo de la revista Look como confesos detractores, es un manual de estilo sobre cómo expresar estados de ánimo mediante la iluminación: los tonos cromáticos azulados sugieren frialdad mientras que los tonos ocres transmiten la sensación de calidez. Kubrick seguía al dedillo las teorías de la Gestalt.
Alex es un melómano de pro, y su devoción por el divino Ludwig van contrasta de raíz con su connatural inclinación a la violencia. Esta paradoja es tanto más palmaria por cuanto que a la 'Novena Sinfonía' de Beethoven se la conoce como el 'Himno a la alegría', asociándosele unos valores de paz y armonía, justo la antítesis de lo que anhela el perturbado protagonista. A Kubrick le encantaba explorar el plano del subconsciente, y esta película es buena prueba de ello. Una vez más, los científicos que experimentan con el inofensivo Alex demuestran tener tan pocos escrúpulos o menos aún que éste al vincular la música del compositor nacido en Bonn con imágenes del Tercer Reich. A diferencia de la novela en que se inspira, en el filme el protagonista sólo manifiesta interés por Beethoven, lo cual hace que sea más vehemente este oxímoron.
Entre la novela de Anthony Burgess y la adaptación de Kubrick hay varias diferencias notables. La más llamativa de ellas es la que se refiere al polémico capítulo XXI, que el director neoyorquino decidió no incluir en la película. Este hecho ha generado infinidad de interrogantes. El capítulo de marras, epílogo de la novela, mostraba la reinserción de Alex en la sociedad. Pasados esos años de rebeldía y brutalidad, el protagonista se cuestiona el sentido de su vida y decide ir por el buen camino y formar una familia, como todo hijo de buen vecino. Da la casualidad de que este capítulo no figuraba en los primeros ejemplares que se distribuyeron en EE.UU. –parece ser que a la editorial que compró sus derechos no le gustaba–. Así pues, Kubrick no tuvo acceso a él en un primer momento. Empero, una vez que decidió adaptarla debió de leerlo, pues se reunió con Burgess en más de una ocasión. Parece evidente que este final idílico tampoco era del gusto del genial director, cuya visión de la sociedad no cuadraba mucho con un desenlace tan inverosímil y happy ending. En verdad, resulta poco creíble esa evolución del personaje, habida cuenta de la demencia manifestada en su época de excesos.
La edad es otra de las diferencias entre novela y película. En este caso la divergencia tuvo que ver, no ya con un criterio del director, sino con un imperativo legal. En el libro Alex tiene quince años, mientras que en el filme no aparenta menos de veinticinco. Era imposible que un actor de esa edad encarnase a un personaje tan comprometedor como éste –las escenas de violaciones y sevicias lo impiden–; también por lo que se refiere a las dotes interpretativas que requería. A pesar de este cambio, la película no se resiente en nada, y buena parte del mérito fue de Malcolm McDowell, que cuajó una gran actuación y cumplió a la perfección con las exigencias de Kubrick. A mi modo de ver, compuso una de la interpretaciones más brillantes nunca vistas, en la línea de John Malkovich como el vizconde de Valmont o Rutger Hauer como el replicante Roy Batty. Su dedicación fue tal que casi perdió la vista rodando las secuencias del tratamiento Ludovico –en las que un médico le instila colirio en los ojos abiertos de par en par a causa del estiramiento de los párpados–. También aportó sus propias ideas al guión, como la de cantar 'Singing in the rain' mientras golpeaba con saña al escritor y se preparaba para violar a su mujer. Esto lo improvisó en un ensayo, y a Kubrick le gustó cómo quedaba –era dar una vuelta de tuerca más al extraño maridaje entre violencia y música–. Malcolm McDowell se sintió muy unido a él durante el tiempo que duró el rodaje. En los interregnos solían jugar al ajedrez –juego preferido del director, en el que era un experto– y al ping-pong. Una vez acabado el rodaje el cineasta no quiso saber nada del actor, y esto le causó un hondo pesar. Nunca comprendió por qué se distanció de esa manera. En este punto es preciso decir que Kubrick tenía una visión muy pragmática de los actores, a los que consideraba una pieza más dentro del engranaje que constituía cada una de sus obras. Podía ser cruel con ellos, y de hecho lo era –si no, que se lo pregunten a Shelley Duvall–, pero él era el primero en sacrificarse para llevar a cabo sus proyectos. Lo daba todo por el arte al que se dedicaba, y eso es lo único que le debe exigir a un creador. La obra está por encima de quienes la integran.
La última diferencia tiene que ver con adaptación del lenguaje nadsat, una jerigonza con claras influencias eslavas creación de Burgess, que se hizo grosso modo, pues la novela precisa de un pequeño diccionario sin cuya lectura no se pueden entender los diálogos. Aun así, el resultado es excepcional. Esta abstrusa jerga dota de gran singularidad a la pandilla protagonista, convirtiéndola en una sociedad a escala reducida, que nada tiene que ver con las personas que les rodean
Otro punto de interés de 'La naranja mecánica' es su intertextualidad. Un espectador avisado puede detectar hasta dos alusiones a '2001: Una Odisea del Espacio': una, en la elocución del vagabundo, cuando menciona que los hombres llegan a la Luna y dan vueltas en el espacio; y otra, cuando Alex entra en la tienda de discos, en cuyo mostrador se puede observar un cartel de la banda sonora de la película.
Ambas películas tienen un punto más en común: las dos siguen el principio del eterno retorno de lo idéntico nietzscheano. Para Kubrick el hombre empieza y termina destruyendo, en un viaje tan largo como el del homínido que aprende a utilizar un hueso de jumento para matar a sus semejantes y luchar por la propiedad, y que se acaba transformando con el paso de los siglos en el cosmonauta Bowman, que regresa a la Tierra con ansias de dominación. El ser humano puede evolucionar en su nivel de desarrollo, pero no puede cambiar su naturaleza.
'La naranja mecánica' es una reflexión lúcida sobre la condición cruenta y destructiva del hombre, en la que no hay lugar para la salvación. El estado de las cosas es inmutable. Ésa es la conclusión definitiva de Kubrick.
Montaje de 'La naranja mecánica'
Tags: La naranja mecánica, A clockwork orange, Stanley Kubrick, Malcolm McDowell, Anthony Burgess, Alex De Large, drugos, nadsat, Walter Carlos, Beethoven, Novena Sinfonía, crítica cine.
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Óscar Bartolomé