Sobre El Parnasillo

“Los seres de ficción quieren tener una vida real y los seres reales una vida de ficción”. Esta frase, que forma parte del guión, resume por sí sola la cuestión principal que aborda Woody Allen en esta maravillosa película. Con ‘La rosa púrpura de El Cairo’ el genial director neoyorquino se propuso un tour de force con vistas a traspasar los límites del lenguaje cinematográfico. Pocas películas han hablado mejor del cine, de su producción y de su impacto social que ésta. Sólo Billy Wilder y más recientemente David Lynch han sido capaces de alumbrar los entresijos de Hollywood, pero tanto en ‘El crepúsculo de los dioses’ como en ‘Mulholland Drive’ predomina el enfoque cáustico o sarcástico. Muy al contrario, ‘La rosa púrpura de El Cairo’ es una comedia entrañable con tintes dramáticos no exenta de ciertas dosis de crítica, un género híbrido que Woody Allen ha cultivado durante buena parte de su dilatada carrera y del que sus frutos más selectos son ‘Annie Hall’ y ‘Manhattan’. Hay que ser muy hábil para plantear un conflicto de hondas dimensiones dramáticas y darle un tratamiento tal que no hiera la sensibilidad del espectador. En esto Allen Stewart Konisberg (su verdadero nombre) es un maestro, y ello gracias a su talento para endulzar la dura realidad con un sentido del humor mordaz e ingenioso, pero también respetuoso. Esto último es precisamente lo más difícil de conseguir: hacer reír sin caer en la befa irreverente o en el chiste escatológico.
La protagonista absoluta de ‘La
rosa púrpura de El Cairo’ es Mia
Farrow, convertida en musa de Woody Allen tras la ruptura
de éste con Diane Keaton. Su interpretación
de Cecilia, la tímida e ingenua camarera de una cafetería
de Nueva Jersey, es excepcional. En sus dulces facciones y
en su serena mirada se adivina su hastío por una vida
mostrenca lastrada por la Gran Depresión, unas condiciones
precarias que le han forzado a casarse con un haragán
y delincuente de poca monta que se aprovecha del poco dinero
que ella recauda para apostarlo –y perderlo, se intuye–
en juegos de azar. Este mohatrero, al que da vida Danny
Aiello en uno de sus clásicos roles, emascula
con un corte profundo el romanticismo un tanto adocenado que
late con fuerza en el corazón de la melancólica
y soñadora Cecilia. Woody Allen sabe cómo hablar
de un tema tan peliagudo como los malos tratos sin resultar
ofensivo o grosero, en un registro humorístico similar
al que empleó el maestro Wilder en ‘Irma la dulce’
con otro problema social delicado: la prostitución
y los proxenetas. La admiración de Allen por el director
austriaco es bien conocida, y precisamente en esta película
le rindió un peculiar homenaje con el ukelele que toca
Cecilia a imitación de Marilyn Monroe en ‘Con
faldas y a lo loco’.
El compañero de reparto de Mia Farrow es Jeff Daniels, que interpreta al actor Gil Shepherd y a su personaje, el apuesto arqueólogo Tom Baxter. Son dos roles antagónicos, tanto por sus valores como por la batalla que emprenden por conquistar el corazón de Cecilia. Gil Shepherd es ufano y engolado, amén de arribista –aunque su simplicidad fraguada en la alta sociedad no le impida tener remordimientos de conciencia al no cumplir su palabra–. Tom Baxter, su díscolo alter ego, es, por el contrario, humilde y cándido, sin otra aspiración que respirar el mismo aire que su amada. Representan las dos caras de la misma moneda, y para enseñarnos lo caprichoso e inexplicable que es el amor, Cecilia se enamora de ambos. Al final se decanta por el ser de carne y hueso, y el abandono que sufre a manos de éste nos dice a las claras que, en contra de lo que predican los informativos, la realidad nunca supera a la ficción, aunque a la postre se imponga con sus dolorosas consecuencias.
Lo que une a Cecilia y a Tom Baxter es la inocencia, cualidad que sólo ellos poseen y que para Woody Allen es un tesoro de un valor incalculable. La ingenuidad del arqueólogo se pone en evidencia en los momentos más cómicos del filme, como cuando paga en un restaurante con el dinero falso sacado de la película de la que ha salido o como cuando entra en un burdel atraído por la invitación de la madame interpretada por Dianne Wiest, sin saber qué clase de local es. Este humor fruto de la candidez encuentra su máxima expresión en la secuencia del parque de atracciones, en la que, a la luz de la Luna y al socaire de una noria, Baxter besa apasionadamente a Cecilia y a continuación le pregunta sorprendido por qué no se produce un fundido en negro, transición de rigor cuando dos personajes se disponen a hacer el amor. Sólo esta secuencia bastaría para hacer grande una película. Cecilia, a pesar de estar enamorada como nunca lo ha estado, no se entrega a los brazos de su amante, y aunque ella aduce que su renuencia se debe a su condición de casada, el espectador advierte que lo hace porque es una mujer noble y sincera, que antes de entregarse por completo necesita darse tiempo para conocer a su pareja. Mujeres así quedan pocas, de ahí que como espectador no pueda dejar de sentir una infinita ternura por ella. En esta secuencia también se plantea una cuestión no menos interesante: ¿se puede vivir sólo del amor? Es lo que Tom le sugiere convencido de su viabilidad, pero Cecilia, una mujer insegura por naturaleza, no acaba de creérselo. Quizá porque aún piensa que todo lo que le está pasando es un sueño, o quizá porque todavía está demasiado atada a la macilenta realidad.
‘La rosa púrpura de El Cairo’ sobresale, principalmente, por su interpelación al espectador, una de las obsesiones creativas del cineasta de Brooklyn. Ya en ‘Annie Hall’, su primera obra maestra, dejó muestras de su capacidad para subvertir las convenciones narrativas con la inolvidable secuencia de la cola en el cine. En aquella ínclita escena, Alvy Singer, el trasunto ficticio del propio Allen, pedía la opinión del espectador para determinar si un hombre que estaba detrás de él era un pedante, para posteriormente reclamar la atención del mismísimo Marshall McLuhan con objeto de dilucidar la cuestión.
El diálogo con el espectador
no es tan directo en ‘La rosa púrpura de El Cairo’,
pero también está presente. Lo primero que hay
que considerar es que es una película compuesta por
diferentes capas –al modo de una cebolla–, capas
que convergen y que están interrelacionadas. La más
profunda es la que hace referencia a la película de
los años 20 que se proyecta en el cine Jewel de Nueva
Jersey y que contempla Cecilia con ojos arrobados –y
que no por una casualidad también se titula ‘La
rosa púrpura de El Cairo’–. Se trata de
una comedia romántica amable e inocua, un retrato de
la burguesía neoyorquina –no podía faltar
la eterna referencia a la ciudad de Nueva York– con
su modo de vida frívolo y decadente. A esta trama convencional
se le añade una nota de exotismo en la persona de Tom
Baxter, el arqueólogo de Chicago con el que los magnates
de la ciudad del río Hudson se encuentran en un viaje
turístico a Egipto –nada más y nada menos
que en la tumba de un faraón– y al que luego
invitan a su mansión. Lo ridículo del argumento
se aprecia en las situaciones inverosímiles, en los
diálogos hueros y en la indumentaria de Baxter, que
en ningún momento se desprende de su traje de explorador
y de su sombrero. Incluso hay una fámula negra que
remeda a la inolvidable criada de ‘Lo que el viento
se llevó’. Cecilia ambiciona vivir en el lujo
y en la ostentación –y ésa es una de las
razones principales de que elija a Shepherd en lugar de a
Baxter–, pues siempre ha sido pobre. Esta
capa se caracteriza por la fotografía en blanco y negro,
una elección que no es baladí, pues por una
parte ésa era la técnica cinematográfica
de aquellos años y, de otro lado, el blanco y negro
sugiere elegancia y glamour, y eso es lo que destilan los
personajes de la película. Sería interesante
saber qué tratamiento fotográfico hubiera dado
Zhang Yimou a una historia como ésta. El director chino,
que maneja como nadie el simbolismo de los colores, usó
el blanco y negro para el presente y el color para el pasado
en su película ‘El camino a casa’.
Su intención era clara: quería dar a entender
que el hogaño era gris y desvaído, mientras
que los hechos evocados, la bella y conmovedora historia de
amor entre los padres del narrador, resplandecían a
la luz de su memoria.
La segunda capa de cebolla es la historia de Cecilia, espectadora de ‘La rosa púrpura de El Cairo’ y, al mismo tiempo, protagonista. Esta capa tiene una fotografía en color, básicamente por dos razones de peso: primero, porque había que crear un contraste entre los dos niveles; y segundo, porque el color se asocia a lo vivo, mientras que el blanco y negro pertenece al pasado o, lo que es lo mismo, a lo muerto –categoría en la que se incluyen los seres inanimados–. El detonante de la fusión de capas es el despido de Cecilia. La tristeza que experimenta en ese momento le lleva a refugiarse en el cine y a ver tres veces seguidas ‘La rosa púrpura de El Cairo’. Esto propicia que Tom Baxter salga de la ficción y cruce el umbral de la realidad –de la realidad de Cecilia– subyugado por la lánguida mirada de la apocada camarera que acaba de perder su empleo. Aquí comienza el nudo de la película y el sueño de la protagonista.
La tercera y última capa pertenece al espectador, al que se le brinda la ocasión de presenciar las cuitas y las alegrías de los personajes que deambulan por las capas anteriores. Lo que no sabe la pobre Cecilia es que ella también es un ser ficticio, y que al igual que ella contempla a través de una pantalla la vida de otras personas, así también nosotros la estamos viendo a ella; y de este modo nos emocionamos con sus vivencias, como ella se emociona con las vivencias de esos otros personajes que a nosotros nos parecen tan faltos de vida.
Esta estructura narrativa la puso en práctica con acierto Edgar Allan Poe en su novela ‘Las aventuras de Arthur Gordon Pym’. Más influencias literarias las hallamos en ‘Seis personajes en busca de autor’, de Luigi Pirandello, y en ‘Niebla’, de Miguel de Unamuno. En ambas novelas los personajes son incapaces de asumir su naturaleza ficticia y se rebelan contra el autor, estableciendo una lucha de poder con él. Allen retomaría esta idea quince años más tarde en ‘Desmontando a Harry’. El nuevo formato televisivo de la telerrealidad, que con tanta fuerza ha irrumpido en la pantalla pequeña, también se anticipa en esta premonitoria película.
Buena parte del encanto de ‘La rosa púrpura de El Cairo’ reside en sus sutiles guiños cinéfilos. Tom Baxter, al poco de salir de la pantalla, se pregunta cómo saben las palomitas, que tantas veces ha visto comer a los espectadores y que tanto ruido producen. Cuando Cecilia se introduce en ‘La rosa púrpura de El Cairo’ –en un salto de la segunda a la primera capa– inquiere con extrañeza por el sabor del champagne, que no es tal, sino gaseosa, sucedáneo que se emplea en los rodajes. Lo que para uno es normal en su mundo, para el otro es extraño. Esta disonancia permite innumerables gags que Woody Allen, con su ingenio, sabe aprovechar. También hay una alusión al escándalo de Fatty Arbuckle y al cine de teléfonos blancos, hegemónico en Italia hasta la aparición del Neorrealismo. Tampoco faltan las habituales bromas del realizador sobre el Comunismo, en un deliberado anacronismo.
‘La rosa púrpura de El Cairo’ es una película circular. Empieza con la voz de Fred Astaire cantando ‘Cheek to cheek’, la emotiva canción de Irving Berlin, todo un icono de los musicales del Hollywood clásico. Después de sufrir el abandono de Gil Shepherd, Cecilia acude una vez más al cine para escapar de su anodina existencia y soñar con una vida mejor, y entonces aparece en pantalla ‘Sombrero de copa’, en la que Fred Astaire y Ginger Rogers, su ídolo, bailan como si el mundo se hubiera detenido bajo sus pies. A pesar de la profunda tristeza que se ha instalado en su corazón, Cecilia esboza una esperanzadora sonrisa: al menos en la oscuridad de una sala de cine puede ser Ginger Rogers y disfrutar de los placeres que le están vedados. El cine es el único modo de combatir la imperfección de la vida, es lo que viene a decirnos el director con este lúcido final.
Para esta película Woody Allen se rodeó de su estrecho círculo de colaboradores, entre los que destacan el eminente camarógrafo Gordon Willis –al que debemos la excelente fotografía de ‘Manhattan’– y la montadora Susan E. Morse, que aún hoy sigue trabajando para él.
‘La rosa púrpura de El Cairo’ es una película dirigida a un espectador inteligente y con una sensibilidad desarrollada. Rezuma un amor por el cine que sólo un gran conocedor del mismo puede transmitir. Es, por último, la mejor película de Woody Allen en la que no aparece Woody Allen. Más aún, según sus propias palabras, es la mejor obra de su realizador. Poco más se puede decir.
Óscar Bartolomé