Sobre El Parnasillo

La fama le llegó temprano a François Truffaut con el éxito obtenido a raíz de su ópera prima 'Los cuatrocientos golpes', Génesis de la Nouvelle Vague ex aequo con 'Al final de la escapada', de Jean-Luc Godard. En aquella mítica película el director francés inició la ‘educación sentimental’ de Antoine Doinel, el niño díscolo que se evadía de un hogar fracturado y de la férula de un profesor déspota yendo al cine, al igual que lo hiciera en su mocedad el propio Truffaut. Éste fue el punto de partida de una fructífera colaboración entre el cineasta y su actor fetiche, Jean-Pierre Léaud, que le acompañaría en filmes tan estimables como 'Besos robados' o 'Domicilio conyugal', creciendo en estatura física en la misma medida que Truffaut crecía como director.
La
consagración la recibió gracias a 'Jules
et Jim', la que para muchos es su obra maestra. Esta
película tuvo una gran repercusión en el momento
de su estreno debido al tratamiento libérrimo con que
se abordaba un tema tabú en aquella época como
era un triángulo amoroso. En la década de los
sesenta fue considerada como un icono de la libertad sexual
de la mujer, aunque vista hoy en día su mensaje resulte
un tanto rancio y, al menos para mí, incomprensible.
Todavía no consigo explicarme cómo el longánimo
y resignado Jules podía aceptar de buen grado, hasta
el extremo de fomentarlo, la cohabitación ilegítima
de su esposa con su mejor amigo, Jim. Vamos, que yo no acabo
de entender ese concepto hippie de la amistad según
el cual tu mujer es también la mujer del prójimo.
Soy incapaz de concebir el amor sin un sentimiento de posesión.
'Jules et Jim' representó, por otra parte, el debut
de Jeanne Moreau en la gran pantalla, hecho éste que
le valió la admiración de miles de féminas
que ansiaban poder disfrutar de una vida egoísta y
disipada como la de su personaje Catherine. También,
y lo que es más importante de cara a este artículo,
fue la primera adaptación que hizo Truffaut de una
novela de Henry-Pierre Roché,
autor por el que profesaba una irreductible veneración.
La segunda novela de Roché que tradujo en imágenes fue 'Las dos inglesas y el amor', una vuelta de tuerca al tema del triángulo amoroso, sólo que en esta ocasión la terna estaba compuesta por dos mujeres y un hombre. Para esta película volvió a contar con Jean-Pierre Léaud, que no había intervenido por razones obvias de edad en 'Jules et Jim'. El resto del reparto lo completaban las ignotas actrices Kika Markham y Stacey Tendeter. En otro ejercicio de incompetencia, no se hizo una traducción literal del título original ('Les deux anglaises et le continent'), sustituyendo la palabra continente por la más edulcorada y paladina amor. Las hermanas Brown bautizaron a Claude con el sobrenombre de "el continente" porque los ingleses se consideran al margen del resto de europeos, siendo este aislamiento aún más pronunciado en su caso por sus solitarias vidas.
El mayor encanto de esta película reside en que se trata de una versión libre de la vida de las hermanas Brontë. La casa típicamente británica en la que viven las dos hermanas en compañía de su madre recuerda inevitablemente, por su ubicación agreste y su entorno pedregoso, a la que Emily Brontë describiera en la magnífica 'Cumbres borrascosas'. La propia Emily tiene su fiel reflejo en Muriel, la puritana apasionada interpretada por Tendeter. Charlotte, por su parte, es recreada en la figura de Anne, a la que encarna una adusta y modesta Kika Markham.
Hay innumerables pinceladas que colorean el vasto lienzo de sensibilidad representado por 'Las dos inglesas y el amor'. Yo me quedo con pequeños retazos que son los que a la postre te hacen reconocer una obra maestra: el beso a través de los barrotes del respaldo de una silla con el crepitar del fuego al fondo, la venda que Muriel retira de su ojo izquierdo para dirigir una tímida y curiosa mirada a su huésped, el inocente pero a la vez sensual juego del ‘exprimidor’ durante la persistente lluvia que les lleva a refugiarse en una cueva, el desfallecimiento de Muriel tras leer la carta con la que Claude incumple su promesa de amor, los paseos nocturnos de éste con ambas hermanas con la pasión remejiéndose en su corazón, pero con el pudor y la cortesía prevaleciendo sobre el deseo... Todas esas secuencias rezuman una belleza prístina, como la de las hermanas Brown, que se te queda grabada en la memoria. Verlas en sus infantiles y cándidos juegos es como estar en la Arcadia rodeado de unas hermosas canéforas que festejan los juegos florales. Ésa es la expresión de Claude cuando, enlazadas sus manos entre las de ellas, gira haciendo círculos impelido por el impulso y las carcajadas.
La
lucha entre la contrición y el amor está muy
bien tratada. Las dos hermanas se enamoran del mismo hombre,
y a su vez él se siente atraído por ambas, pero
Anne, que es quien le conoce primero, quiere tanto a su hermana
y la tiene en tan alta estima que no duda en presentárselo
y en buscar su unión, a pesar de los frecuentes ataques
de celos a los que se ve abocada. Este sincero desprendimiento
es el que suscita la admiración de Claude, quien, no
obstante, ama y desea con todas sus fuerzas a Muriel. La fidelidad
inquebrantable de ésta y su amor límpido y puro
se acaban imponiendo a los romances efímeros con que
Claude trata de olvidar el compromiso adquirido, en parte
movido por los deseos de su madre.
Hay dos secuencias que destacan por su crudeza: aquélla en que Anne confiesa a Muriel que ha mantenido relaciones sexuales con Claude y ésta vomita y se desmaya, y cuando Muriel pierde su virginidad dejando una mancha de sangre en las sábanas. Esa unión entre los dos amantes diez años después de enamorarse es conmovedora. La decisión de Muriel de ofrendar su pureza al hombre al que siempre ha querido, a pesar de sus infidelidades, te toca la fibra sensible.
Una técnica narrativa que contribuye
a engrandecer esta película es el uso de la voz
en off del narrador extradiegético,
que, a diferencia de lo que suele ser habitual en estos casos,
tiene la virtud de describir no ya sólo los pensamientos
de los personajes, sino también sus acciones, las que
muestra la cámara. Muchos directores entienden que
no hay necesidad de aportar una información complementaria
mediante palabras cuando las imágenes ya presentan
lo que quieren expresar. Ésta es una idea equivocada.
El homo videns –neologismo
que le tomo prestado a Giovanni Sartori– desprecia la
importancia de la palabra en la comunicación, creyendo
a pie juntillas aquello de que “una imagen vale más
que mil palabras”. Esta película es un claro
ejemplo de que su conjunción puede crear efectos sorprendentes.
Este
recurso responde a la intención de Truffaut de cubrir
su obra de un halo poético, y vaya si lo consigue.
Sin esa narración veloz que expone al espectador/lector
con penetración psicológica y fisonómica
los arrebatos de los personajes, 'Las dos inglesas y el amor'
no tendría ni por asomo la misma intensidad emocional.
Después de todo, es razonable que fuese un director
inscrito a la Nouvelle Vague, un movimiento que tenía
por fin la unión de todas las artes, el que usara esta
técnica. No faltan referencias a Honoré de Balzac,
Auguste Rodin, etc. , e incluso el que fuera crítico
de Cahiers du Cinéma se permite hacer un guiño
a 'Jules et Jim' en la novela publicada por Claude que lleva
por título 'Jerome et Julian'.
También conviene mencionar la música de Georges Delerue, compositor habitual de las última etapa creadora de Truffaut, quien asimismo hace un cameo, así como la excelente fotografía de Néstor Almendros, a quien debemos maravillas como 'Días del cielo', de Terrence Malick.
'Las dos inglesas y el amor', que fue un fracaso en su estreno, se saborea hoy como el fruto serondo y rozagante de una sensibilidad privilegiada.
Óscar Bartolomé