Sobre El Parnasillo

El genial Woody Allen llevaba muchos años naufragando con comedias en clave menor que no hacían honor ni a su inmenso talento ni a su incomparable filmografía. ‘Granujas de medio pelo’, ‘La maldición del escorpión de Jade’ o ‘Un final made in Hollywood’, por poner tres ejemplos recientes, eran películas sazonadas con un par de frases ingeniosas y algunos momentos divertidos que, empero, dejaban en el espectador la triste sensación de que al director neoyorquino se le estaba agotando la veta de las ideas y de que su cine, antaño pletórico de inteligencia y sutileza, estaba empezando a deshilacharse. El hecho de rodar una película al año, como si se tratara de un imperativo moral, hacía pensar que le convenía tomarse un largo descanso y dedicarle más tiempo a futuros proyectos.
Sin embargo, y por fortuna para todos los admiradores de Woody Allen, este año ha despejado los nubarrones que se cernían amenazadores sobre su inspiración brindándonos una joya de ésas a los que nos tenía acostumbrados, algo que no ocurría desde 1997, año en que se estrenó ‘Desmontando a Harry’. Para dar este golpe de timón ha tenido que mudar de localizaciones y abandonar su Nueva York natal en busca de nuevos horizontes. ‘Match Point’ es la primera película que dirige fuera de EE.UU., y hay que decir que el cambio de aires le ha sentado francamente bien. Su pericia detrás de la cámara te lleva a creer que conoce Londres como la palma de su mano, tal es el jugo que le saca a la lánguida y pluvial belleza de la capital británica.
Lo
primero que salta a la vista de ‘Match Point’
es que está bastante alejada del tipo de cine que suele
hacer su autor. Es un drama puro y duro, con escasas concesiones
al humor, como no sea en su vertiente más negro. Si
bien es cierto que no es el primer drama bergmaniano que dirige
Woody Allen –ahí están ‘Septiembre’
y ‘Otra mujer’ para desmentirlo–,
sí es el drama más solemne y tenso de todos,
y posiblemente también el más trascendental.
Al margen de su género, esta película contiene
varios elementos que inducen a pensar en un cambio en la dirección
artística: la mise en scène está más
planificada, los encuadres son más cuidadosos, se permite
usar la cámara lenta y, casi tan o más sorprendente
que todo eso, las escenas de amor son pasionales y no caricaturescas
como en anteriores ocasiones. Visto así, casi lo único
que se mantiene intacto son los títulos de crédito,
tan clásicos como siempre, y con esos dos nombres que
se repiten desde hace décadas en la categoría
de productores: Jack Rollins y Charles H. Joffe.
Al cambio de emplazamiento le acompaña un cambio de la ambientación musical. Para Woody Allen Nueva York rezuma jazz, mientras que Londres exuda música clásica; u ópera, para ser más exactos. El hilo conductor es la exquisita ‘Una furtiva lágrima’, de ‘L`elisir d`amore’ de Gaetano Donizetti, en la voz de Enrico Caruso. Este tema principal sigue los pasos de Chris Wilton (Jonathan Rhys Meyers) durante su sombrío pasaje marcado por la ambición, las mentiras y el crimen. No menos peso tiene ‘Desdémona’, del ‘Otelo’ de Verdi, en un trágico anticipo de lo que Chris hará con Nola Rice (una siempre radiante Scarlett Johansson) al comprometer su posición social. Asimismo, en la deleitable banda sonora se pueden oír fragmentos de ‘La Traviata’ y ‘Macbeth’, también de Verdi, y de ‘I pescatori di perl’, de Bizet.
En
el lado opuesto, hay detalles reveladores que ayudan a descubrir
la autoría de la obra. La historia gira en torno a
una élite cultural –y social–, donde los
diletantes aristócratas londinenses reemplazan a los
acomodados burgueses neoyorquinos. Los dos ambientes tienen
en común ese uso instrumental de la cultura, como si
fuera un adorno que hace más distinguido a su portador.
En el cine de Woody Allen proliferan los personajes que se
engalanan de conocimientos impostados o de citas tomadas de
aquí y de allá con objeto de epatar a quienes
les rodean. Como son muy pocos los que pueden distinguir entre
la apariencia y la realidad, esa pedantería suele obtener
resultado. Chris Wilton es consciente de la fatuidad del círculo
social en el que quiere medrar, de ahí que lo utilice
en su propio beneficio. Es así como se hace pasar por
un amante de la ópera y de la literatura, algo que
primero sorprende a Tom (Matthew Goode), el hijo pródigo
al que conoce durante un partido de tenis y que le abre las
puertas del éxito; luego conquista el corazón
de su hermana Chloe (Emily Mortimer), que
le ve como un ser sensible e inteligente; y por último
se gana la bendición de sus padres (Brian Cox y Penelope
Wilton), que le tienen por una persona virtuosa, responsable
y capacitada para ejercer cargos importantes dentro del organigrama
de la empresa Hewett. Sin pretenderlo, la imagen que proyecta
Chris contrasta de tal modo con la de Nola –Penelope
la considera una bala perdida y hace todo lo posible por desestabilizar
su relación con Tom–, que por comparación
sale beneficiado en la estimación de los padres. Como
viene siendo tradición en la filmografía de
su autor, los personajes se mueven por ambientes culturales:
palacios de ópera, la Tate Modern e incluso un cine
en el que se proyecta ‘Diarios de motocicleta’,
de Walter Salles.
El cine dentro del cine también está presente en la figura de Nola, una aspirante a actriz fracasada, hecho éste que refleja la visión escéptica y descarnada que Allen tiene de la profesión, una fábrica que arruina más sueños de los que crea.
Lo
que no podía faltar en una película de Allen
son las referencias literarias, y en este filme más
que en ningún otro tienen una honda significación.
Chris Wilton es un émulo
de Julien Sorel y de Raskólnikov,
los arribistas por antonomasia de la literatura clásica.
Del primero comparte su ambición, su presencia cautivadora
y su destreza en el arte de la seducción, y del segundo
toma prestado sus remordimientos. Si Sorel tenía como
libro de cabecera ‘El memorial de Santa Helena’
–su pasión por Napoleón sólo es
comparable a la de Rodia–, Chris Wilton lee con devoción
‘Crimen y Castigo’,
en un mensaje cifrado que el director lanza al espectador
avisado. Aunque más ocultas, también se observan
alusiones a Strindberg –el dramaturgo idolatrado por
Ingmar Bergman– y a Chéjov, del que la mejor
muestra es la escena de pasión que viven Chris y Nola
bajo la lluvia en el campo de trigo. Incluso se podría
pensar en Redmond
Barry, otro famoso advenedizo que ha pasado de la literatura
al cine, y que, al igual que Chris, era irlandés –más
coincidencias: Rhys Meyers, además de tener esa misma
nacionalidad, actúo en la adaptación de 'La
feria de las vanidades', de Thackeray–. A estas alturas
no es ningún misterio que Woody Allen es un confeso
admirador de la literatura rusa, y que Dostoyevski, Tolstoi
y Chéjov son tres de los espejos en los que se mira.
Tampoco lo es que ‘Rojo y Negro’ está entre
sus novelas preferidas. Si por algo se caracteriza el director
neoyorquino es por su excelente gusto.
Como he adelantado, ‘Match Point’ toca temas como la conciencia, la ambición sin límites y sin escrúpulos y el engaño, pero es, ante todo, una indagación en ese azar que condiciona las relaciones humanas. Ya desde su prólogo, con esa pelota que golpea la red de una pista de tenis, sobre cuya imagen congelada la voz del narrador nos deja en el suspense de si caerá del lado de quien ha sacado o de su oponente, la película pone el acento en ese momento decisivo que marca nuestras vidas. Si cae en tu campo, pierdes; si cae en el campo contrario, ganas. Así de simple. En un segundo se decide nuestro futuro. Por medio de un golpe de efecto magistral, que haría las delicias del mismo Hitchcock, Woody Allen da la vuelta a la tortilla y el anillo robado que Chris Wilton lanza al Támesis golpea en el balaústre para finalmente caer en tierra firme, y, sin embargo, por una argucia del destino, lo que parecía condenarle acaba siendo su tabla de salvación. “Audaces fortuna iuvat”, dejó escrito Virgilio. La metáfora de la bola de partido no podía ser más adecuada para resumir lo azaroso –y a menudo injusto– de la vida, que premia a los villanos y castiga a los héroes.
Interpretar
a Chris Wilton, dada la complejidad de su carácter,
era todo un desafío. Jonathan Rhys Meyers, un actor
semidesconocido para el gran público –ha intervenido
en películas como ‘Velvet Goldmine’ y ‘Alejandro
Magno’–, aceptó el reto y bordó
su papel. En la retina quedan su mirada glacial y ligeramente
entornada, su desesperación cuando asesina a la anciana,
su ira y su férrea resolución, su nerviosismo
en esos instantes fatales, el temblor de sus manos al cargar
la escopeta, etc. El fuego de la pasión derrite sus
entrañas cuando está en presencia de Nola, pero
su mente fría y calculadora se sobrepone a cualquier
obstáculo que pueda frenar su sed de gloria. Woody
Allen cuida bien de no hacer de él un villano despreciable.
Rehuye todo maniqueísmo proveyéndole de una
conciencia atormentada que enflaquece sus ánimos en
los momentos de mayor tensión dramática. Nos
lo muestra como un humano, no como una máquina. Es
alguien que sufre, que teme ser descubierto cuando trama su
pérfido plan y que no puede conciliar el sueño
por el peso de la conciencia. La máscara con la que
oculta su verdadera naturaleza no es una presa tan sólida
como para retener constantemente el pantano de aguas fecales
que le ahoga. Así, cuando asesina a Nola le reconcome
el sentimiento de culpa, lo que le lleva al delirio de ver
y hablar con el fantasma de la muerta. Esa escena recuerda
inevitablemente a la de 'Alice' (interpretada
por Mia Farrow) cuando se levantaba de la cama en mitad de
la noche y, a escondidas de su marido (William Hurt), rememoraba
su añorada juventud conversando con el fantasma de
su ex novio (Alec Baldwin). Con una mueca de desesperación
y abatimiento, Chris reconoce que debe ser castigado por lo
que ha hecho, y es en ese preciso instante en el que Woody
Allen introduce la gran cuestión que propone ‘Match
Point’: Si tú no te castigas a ti mismo, nadie
te castigará, así que por grande que sea el
mal que hayas hecho, sin una conciencia que te lo reproche
y te lo recuerde será como si no hubieras hecho nada.
Su director expresó esta misma idea con estas palabras
al hilo del estreno de ‘Delitos y Faltas’:
Y
nosotros vivimos en un mundo en el que no hay nadie que te
castigue si tú no te castigas a ti mismo. Judah es
alguien que hace lo que es conveniente para él cuando
tiene que hacerlo. ¡Y sale bien librado! Y después,
presumiblemente, lleva una vida estupenda. Si elige no castigarse
a sí mismo entonces ha salido bien librado.
La
cita a ‘Delitos y Faltas’ no es baladí,
ya que se trata de la película más cercana a
‘Match Point’ por su temática. Recordemos
que en este filme Judah (Martin Landau) tenía una relación
extramatrimonial con Dolores (Anjelica Huston), y al convertirse
en una amenaza para su prestigio y posición social
optaba por asesinarla. Ambas acaban con el criminal saliendo
indemne, escondiendo debajo de la alfombra de su conciencia
su villanía, y continuando con su vida como si nada
hubiera pasado. Woody Allen se abstiene de emitir un juicio
moral, lo que no quiere decir que no lo tenga. Simplemente,
le deja al espectador esa tarea. El diálogo que mantiene
Chris con su amigo cuando le expone su dilema moral en realidad
lo tiene con su propia conciencia, a la que consigue amordazar.
Es lo mismo que le ocurría a Judah con el rabino cuando
le confesaba su intención de asesinar a su amante.
Tanto Chris como Judah son personas egoístas que no
comprenden los sentimientos de los demás porque sólo
aspiran a satisfacer sus propios deseos. Son agradables en
tanto que no hay exigencias de por medio, pero en cuanto se
tuercen las cosas son capaces de adoptar la resolución
más despiadada con tal de no ver comprometida su situación.
Con toda seguridad nos sorprendería comprobar la cantidad
de personas inconscientes y dañinas que hay a nuestro
alrededor, que, como ellos, manipulan llenándose la
boca de promesas que luego, por supuesto, no cumplen. No hace
falta empuñar un arma para matar a alguien.
Mientras
Nola es la novia de Tom, Chris depende emocionalmente de ella.
Como conseguir sus favores le resulta tan costoso, besa el
suelo que pisa. Sin embargo, tan pronto como Tom corta la
relación, Nola se ve desamparada y pasa a depender
de Chris, y ya se sabe que lo que poco trabajo cuesta, poco
se aprecia. Al mismo tiempo, siempre se disfruta más
del bien ajeno que del propio, y más cuando para disfrutarlo
existe el riesgo de ser descubierto. Las dificultades siempre
endulzan el premio y, como dijo Schopenhauer: “Conseguir
algo anhelado significa darse cuenta de que es vano”.
El humor negro de ‘Match Point’ está en que para que nazca el hijo de Chris y Chloe tiene morir Nola –y el bebé que llevaba en su vientre–. Antes de que Chris se cubriera con el oprobio del homicidio y del engaño, Chloe parecía infértil. Con las ruinas de una persona se levanta la fortaleza de otra, o, dicho de otro modo, para que alguien sea feliz otro tiene que ser desgraciado. Es la misma idea que plasmó Chabrol en 'Betty'. Cuando leen en el periódico la noticia de la muerte de Nola, lo que aterroriza al espectador no es tanto el fingimiento de Chris como el leve impacto emocional que eso les produce a todos, incluido a Tom, que fue su novio. Pienso que la pérdida de un ser querido, al que has tocado y besado, y en cuyo cuerpo te has introducido, debe ser necesariamente traumático, aunque ya no exista una vida en común.
En un momento de la película, cuando Chris le regala un disco de ópera a Chloe, se dice que la vida es una tragedia. Una ópera sin tragedia es tan inconcebible como un crimen sin castigo, ¿o tal vez no?
Tráiler de 'Match Point'
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Óscar Bartolomé