Sobre El Parnasillo

En estos días que corren, de vulgaridad y banalidad ahítos y rebosantes, salirse del cauce común de las opiniones estereotipadas y del pensamiento políticamente correcto supone asumir el riesgo de ser tachado en el acto de intolerante o, lo que es peor, de nazi. Nunca como ahora se han empleado tantos eufemismos y circunloquios con tal de no llamar a las cosas por su nombre. Está mal visto decir la verdad cuando ésta implica admitir alguna carencia o deficiencia, y peor aún está considerado el mero hecho de comparar o compararse.
Es interesante indagar en las causas que nos han llevado a este fenómeno. Bien analizado, todo parte de un mal entendimiento del concepto de igualdad. En verdad, en una sociedad que se pretende democrática, todos los ciudadanos tienen que tener los mismos derechos y deberes; es decir, tienen que ser iguales ante la Ley. Hasta ahí no hay ninguna duda. Ahora bien, el problema viene cuando se extiende la igualdad, no ya al ciudadano o actor social, sino al sujeto individual. Es obvio, y sería hipócrita negarlo, que la Naturaleza no nos hace a todos iguales: unos son más fuertes, otros son más listos, otros son más guapos, etc. De hecho, precisamente porque no somos iguales y porque compararse es algo natural al hombre, la vida se divide en binomios y dicotomías: masculino/femenino, guapo/feo, fuerte/débil, listo/tonto... Cada individuo está dotado de unas aptitudes, y, dependiendo de su curiosidad, unos desarrollan más habilidades que otros; que prefieren, por comodidad o por falta de interés, entregarse a una vida de molicie.
Ahora se nos inculca que todos valemos igual, que no hay nadie que tenga más mérito que otro; dicho de una manera gráfica, que el trabajo de un picapedrero vale lo mismo que el trabajo de un científico. ¿Y qué se pretende con esto?, nos preguntaremos. Muy fácil: que nadie se sienta inferior a nadie. Ese propósito sería muy loable si quienes lo fomentan –los políticos– trabajaran en las mismas condiciones y con el mismo salario que los que realizan un trabajo físico; es decir, si creyeran realmente lo que dicen y no dijeran lo que les conviene. Con todo, lo más funesto no es eso; lo peor es la consecuencia que deriva del querer igualarnos a todos: la democratización del vulgo, la equiparación de lo alto con lo bajo, de lo sublime con lo infame, de lo importante con lo superfluo y de lo valioso con lo anecdótico.
Para quien nunca haya reflexionado sobre ello puede parecerle injusto que alguien tenga más mérito que otro, si es que ambos desempeñan una actividad. Pero no, lo injusto es querer igualar a dos personas cuando cada una de ellas realiza un trabajo de muy distinto rango.
El
valor de una persona, más allá de sus vínculos
familiares y afectivos, se mide en su aportación social.
Hay una noción, que poca gente contempla pero que existe, que podría denominarse aportación al progreso y a la evolución de la humanidad, y que englobaría a las ciencias y a las artes. ¿Cómo medir el placer que produce la contemplación de un cuadro de Velázquez? Y sin embargo, ese placer existe, y es universal e imperecedero. En este sentido, por lógica, un trabajo creativo, artístico o científico siempre tendrá más valor que un trabajo físico o mecánico, porque mientras que todo el mundo sirve para trabajar con sus manos, sólo unos pocos están capacitados para trabajar con su mente y crear. El que tiene ideas y crea con sus ideas, inventa y hace que nuestras vidas sean más cómodas y más gratificantes siempre tendrá más mérito que el que no vale más que para un trabajo mecánico. De la misma manera, el que realiza una actividad que sólo él y unos pocos más pueden hacer tiene más valor que el que trabaja en un puesto para el que vale cualquiera. En esto también interviene la formación académica y la responsabilidad del puesto, pues sería injusto que un arquitecto, que ha invertido tantos años de su vida en formarse, cobrara igual y tuviera la misma consideración social que un albañil que decidió no seguir estudiando en sus años mozos por pereza y que empezó a ganar un sueldo mucho antes. Por la misma razón, sería demencial equiparar la labor de Santiago Calatrava con la de uno de los peones que trabajan en levantar una de sus obras.
Evidentemente,
los años de estudio y la dedicación profesional,
además de las facultades personales, tienen que servir
para algo; de lo contrario, todos nos daríamos a una
vida licenciosa y regalada.
Y a pesar de todo, en España la creatividad no está bien pagada, y no está bien pagada porque aquí se sigue pensando que el que se deja la piel en el campo tiene más mérito que el que con su mente puede crear Belleza. Tanto es así que a los artistas se les suele tildar de vagos y maleantes, en parte porque son muy pocos los que pueden apreciar el arte –y así no es de extrañar que la gran mayoría sólo valore lo práctico, aquello que entra por los ojos y no por la sensibilidad–, y en parte porque a veces da la sensación de que vivimos en un país donde cualquiera tiene un don o un talento especial. Así, en los últimos tiempos la parrilla televisiva se ha inundado de un maremagnum de programas donde se hacen castings para concursos de canto y baile, a los que acuden miles de jóvenes en la creencia de que tienen una gran voz o de que mueven muy bien el esqueleto, inconscientes del ridículo que hacen ante las cámaras e inconscientes también de sus limitaciones.
Cuánto
más felices seríamos conociendo nuestras limitaciones,
y cuánto daño ha hecho Operación Triunfo
a esta sociedad.
Todos los clones y sucedáneos que han derivado de ese terrible formato no han hecho sino inocular el veneno del éxito fácil y de una fama ganada sin dar ni golpe, a imitación del grimoso David Bisbal. En Cuatro incluso hay un programa llamado ‘Tienes Talento’ –importado de EE.UU. e Inglaterra–, donde se presentan individuos de todas las edades convencidos de que tienen verdadero talento. ¿Pero talento para qué? No para hacer raíces cuadradas ni para escribir versos alejandrinos, obviamente, sino para cualquier tontería digna de figurar en el Libro Guinness de los Récords. Y claro, el mensaje ha calado hondo en una juventud que, gracias a sus líderes de opinión, desprecia el valor del esfuerzo casi tanto como el valor de la inteligencia.
Ante este panorama, es de agradecer
que aún haya presidentes, como Nicolás Sarkozy,
que quieran restaurar valores como el esfuerzo, el mérito
y el respeto, tan maltratados en nuestro país. En España
tenemos un presidente que se llena la boca hablando de paridad
–menuda parida– y que se confiesa feminista –un
hombre feminista, ¡pardiez!–, claro que qué
decir de la oposición.
Óscar Bartolomé