La primera y única vez que la vi fue en el aeropuerto de Zaventem. Tenía la mirada ausente y el rostro descompuesto de todo aquel que, habiendo llevado una vida pacífica, de pronto, sin esperarlo, recibe en sus carnes una descarga de genuina violencia. Había algo indecoroso, de una morbidez malsana, en su maltrecha figura, algo que te llevaba a preguntarte quién habría podido sacarle una foto en semejante estado de postración y abatimiento, una foto que, sin duda, ella no habría consentido que le tomaran –ni ella ni nadie, quiero suponer–. Pero debía de estar tan aturdida por el horror que con tanta fuerza le había golpeado, tan desorientada y fuera de sí, que con toda probabilidad no era consciente de lo que sucedía a su alrededor. Aquella mirada extraviada, de incredulidad, pánico y desconcierto, daba fe de ello. El caso es que llevaba una chaqueta amarilla rasgada, o, para ser más precisos, totalmente rota, desgarrada del cuello hasta el ombligo, con una escueta sujeción que le pendía de la espalda a guisa de torera, y así dejaba a la vista la impudicia de su vientre desnudo, donde sobresalían unos pliegues adiposos, junto con el sujetador. Estaba recostada entre dos sillas metálicas de ésas que uno espera encontrar en los aeropuertos y que parecen diseñadas para que nadie se acomode demasiado tiempo en ellas, y tenía un pie descalzo y el otro a medio calzar, ambos inertes como remos. Un hilo de sangre le cruzaba la cara todo a lo vertical, y tenía el pelo revuelto y espolvoreado por una nube blanca y granulada como harina. A su derecha, una chica joven, mucho más entera de cuerpo y de ánimo, pero con la mano y el puño del suéter ensangrentados, hablaba por el móvil, seguramente para tranquilizar a su familia. No parecía preocuparse de la mujer que tenía justo al lado en tan lastimoso estado, ni siquiera ser consciente de su existencia, aun cuando casi podían tocarse, y de hecho daba la sensación de que las dos estaban en planos distintos de la realidad, cada una encerrada en su burbuja, en el reducto más inaccesible de su individualidad.
Aquella mujer desconocida, la de la chaqueta amarilla, copó todas las portadas de los noticieros y de los tabloides –también de los sensacionalistas– y fue, sin quererlo, la viva imagen del terror y de la barbarie terrorista, la protagonista involuntaria de los atentados de Bruselas. Días más tarde, como por casualidad, supe que se llamaba Nidhi y que era azafata y de nacionalidad india y, lo que es más importante, que estaba bien.
Óscar Bartolomé