Sobre El Parnasillo

Como Artemisa Gentileschi o Elisabeth Vigee-Lebrun, Angelica Kauffmann nace también en una familia de artistas pintores. Su padre, Joseph Johann Kauffmann, fue un pintor mediocre, pero conocedor, como todos los de su tiempo, de la técnica de su oficio. La limitaciones sociales y educativas para un temperamento artístico femenino eran enormes. No es sorprendente, por tanto, que la mayoría de las pintoras y escultoras de estas épocas recibiesen su educación de manos de sus propios padres.
Angelica nace en Chur, Suiza, en 1747. Su padre es su primer instructor. A los 11 años pinta su primer retrato importante: el del obispo de Como, quien, fascinado por su precoz maestría, le hace su primer encargo. Al mismo tiempo, desarrolla grandes aptitudes para la música. Entre la música y la pintura pasará Angelica la mayor parte de su vida.
De la misma manera que casi todos los artistas de su época, Kauffmann se traslada a Italia tempranamente, y también viaja a través de Austria y Suiza, colaborando en los cuadros y murales decorativos que pinta su padre, aunque no visitará Roma hasta 1763. Dos años después (1765) es admitida como miembro de la Academia de San Lucas, en Roma, ciudad a la que volverá más tarde y donde establece ya, desde el inicio, una fama basada en sus retratos y en sus cuadros históricos. Después, será elegida miembro de las academias de Venecia, Florencia, Parma o Nápoles. Sin embargo, no es hasta su llegada a Inglaterra, en 1766, cuando comenzará su verdadero despegue como artista. Durante 16 años será ahí donde pinta y exhibe su obra. En Londres es saludada con simpatía y admiración por el gran Reynolds y es admitida en la Royal Academy, honor que no iba a recaer en más mujeres, exceptuando a Mary Moser, hasta 1922, en que por fin queda aceptada la entrada de las mujeres en igualdad de condiciones. Es elegida como miembro fundador y de pleno derecho de la Royal Academy y solamente sufre la prohibición de asistir a las clases de desnudo masculino, de las que queda excluida por su sexo. La Royal Academy le encarga cuatro grandes murales para el techo del hall principal, en que figuran los elementos necesarios para el arte de la Pintura (Color, Diseño, Composición, Invención), que hoy pueden contemplarse en Burlington House, sede de la secular institución.
En Inglaterra pinta fundamentalmente retratos de la nobleza (el de la Duquesa de Brunswick, hermana del rey Jorge III, se considera su obra maestra), el Eleanor, condesa de Lauderdale(1780), el de la familia del conde Gower (1772), composición que muestra su dominio absoluto de su arte, similar en maestría al que después pintó de la Familia Real de Nápoles, etc. Se ocupa también de temas literarios. Destacan sus ilustraciones para el 'Viaje sentimental a Francia e Italia', de Lawrence Sterne, uno de sus más fervientes admiradores y un escritor notable y original.
En 1768, Kauffmann comete el error de casarse con un farsante. El escándalo por la suplantación de personalidad de su marido (que pretendía ser un conde sueco), su separación, el intento de secuestro por parte del marido… todo ello no impide que Angelica continúe trabajando.
En 1781, ya viuda, se casa en segundas nupcias con el pintor veneciano Antonio Zucchi. Y deciden volver a Italia. Florencia, Venecia y finalmente, Roma. Ya en Italia, proseguirá ocupándose de temas mitológicos como 'Cupido y Psique', 'Ariadna abandonada por Teseo' o históricos ('La muerte de Leonardo da Vinci en brazos de Francisco I' o 'La Vuelta de Armiño, vencedor de las legiones de Varo'). En sus cuadros, Kauffmann pone en evidencia sus cualidades en la composición de grupo y de dibujo del cuerpo. Allí llevará a cabo algunas de sus obras de madurez. Muere en la Ciudad Eterna en 1807, pobre, sola y olvidada, después de haber sido considerada la pintora viva más importante de su tiempo. El gran Canova le rendirá un póstumo homenaje organizando sus exequias al modo de las de Rafael Sanzio.
Llama la atención la estrecha relación de las mujeres pintoras con el autorretrato. La necesidad de autoproclamación de la propia existencia en todas las etapas de su vida, documentando así el paso del tiempo, o la persistencia de una pasión: la pintura. Durero, Rembrandt o Goya también produjeron obras notables en este sentido. Sin embargo, creo interesante notar la proliferación del autorretrato en la pintura femenina sobre todo: hay que señalar que por encima de las necesidades estéticas, las mujeres, al pintarse, se pintan reflexivas, silenciosas, meditando sobre su propia condición como mujeres y como artistas. Se pintan con mucha frecuencia en el acto mismo de pintar. Muchas de ellas: desde Gentileschi y Anguissola hasta llegar a Cindy Sherman o Jo Spence, pasando, naturalmente por la genial Frida Kahlo, se pintan también como sujetos de su género. Objetos y sujetos a la vez de la pintura, ellas se convierten en su propio objeto de observación. Al contrario que una imagen reflejada en un espejo, la propia imagen, plasmada en la pintura, sobrevivirá al paso del tiempo. No será fugaz. Quedará. No sólo reproducirán su imagen, van también a transmitir sus dudas, sus penas, sus preocupaciones, sus pensamientos. Su ser femenino, en fin, en toda su compleja realidad, material y psicológica: reflejado en la mirada, el gesto y en la actitud. Y no únicamente decorativo.
Angelica se pinta a sí misma de diversas maneras. No voy a reseñar todos los autorretratos, únicamente tres.
En el autorretrato que hoy se encuentra en el Hermitage, pintado hacia 1781, tenía algo más de 30 años. Angelica nos muestra su tranquila belleza. Al modo sentimental de la época, resalta sus cualidades: sus rubios cabellos enmarcados en un sombrero de ala ancha, que con su color contrastante subraya las dulces líneas y la palidez de su cara, interrumpida por el suave carmín que da color a las mejillas. Resalta la dulzura de carácter de la retratada. El escote amplio, mostrando su blanco cuello y el inicio de sus pechos. La sensualidad recatada de las líneas: la armonía de un conjunto sin estridencias. La ligera melancolía de la expresión, la sonrisa enigmática. Se trata de un retrato sentimental, tan común en la época y de un estilo que durante un tiempo fue denostado. Sin embargo aquí vemos a la mujer y a la artista. Dotada de la gracia que le concede la belleza y de la digna serenidad que le otorga el saberse algo más que una hermoso rostro o un cuerpo agraciado. La complacencia en los atributos de su belleza (notable también en Vigee-Lebrun), no opaca la inteligencia de la mirada, o su seguridad en sí misma, equilibrada con la modestia femenina, que era de esperar en su tiempo. No se trata de un retrato reivindicativo, sino de una ilustración del equilibrio conseguido entre su ser femenino y su oficio. Es realmente hermoso recordar que Kauffmann triunfa desde el inicio de su carrera artística. De ahí la tranquila seguridad que emana esta representación de sí misma.
La influencia italiana hace de su autorretrato de la Galería degli Uffizi, probablemente pintado en la misma época que el anterior, un delicado homenaje a la estética renacentista en el tratamiento del paisaje, en el encuadre general de la visión de cuerpo entero de la artista. Armada con los bártulos del oficio, este retrato es más psicológico que el anterior, si bien conserva el gusto por el esteticismo, común en la época. Angelica medita, con el pincel en una mano y en la otra el cuaderno de apuntes, mientras mira y analiza a su sujeto pictórico. Es un momento de reflexión, de duda tal vez, acerca de la propia obra y de su elaboración y resultado. El momento de la composición de la imagen que va a ser transmitida por el arte. Es el instante captado no con el brío de un Caravaggio, no con su rotundidad efectista, pero sí con su misma pretensión: atrapar el instante en el lienzo. Las líneas de la blanca túnica anuncian la simplicidad del cuerpo, su esbeltez moderada, su femenina dulzura. De nuevo la belleza de mujer como centro de la obra. El punto de vista, ligeramente más bajo y cercano, nos permite entrometernos en ese segundo de la creación, como si formásemos parte de la escena. Además de un autorretrato, es una representación de la pintora ejerciendo su oficio. Como hiciera Anguissola, pero sin su sobriedad, o como haría después Kahlo, sin su torturante descripción. La mirada de Angelica Kauffmann sobre sí misma refleja la actitud, a la vez activa y meditativa de su acto creativo. Un equilibrio entre la belleza del sujeto pictórico (ella misma) y la reflexión inherente al oficio de ella también: como contempladora y como transmisora de ese momento vital de su creación como imagen y como materia pictórica.
Diez años después, Kauffmann pinta un autorretrato alegórico. Se la disputan dos artes: la Música y la Pintura. El estilo sigue siendo italianizante. Los colores, más vivos que en los anteriores, y en un espacio indeterminado, la lucha de las dos artes, o la duda en el alma del artista. La representación de sí misma no es realista: no refleja el paso del tiempo. El alma, ella, siguen siendo las mismas del retrato degli Uffizi. El blanco de la veste refleja su pureza, conservada a lo largo de su vida como artista. El gesto, vital, de duda, de reticencia. Y de nuevo las suaves líneas del cabello, coronado con un lienzo color oro. Y de nuevo el espectador dentro del cuadro, contemplando la escena. A los pies de las columnas del templo del arte, Angelica duda. Sin embargo, es a la Pintura a la que va a entregarse, en gesto de ligero rechazo hacia la Música. Este retrato es autobiográfico también. De niña, a la par que mostró prodigiosa facilidad para el dibujo y la pintura, mostró también extraordinarias cualidades para el canto y la interpretación musical, de modo que fue requerida repetidamente para este sublime arte por varios importantes músicos austriacos e italianos. Aun cuando dedicó la mayor parte de su tiempo y desde luego se dedicó profesionalmente a la pintura, Angelica Kauffmann nunca abandonó la música como afición. Y la continuó cultivando hasta su muerte. Artista polifacética y dotada por la naturaleza, sabe, sin embargo, que hay que elegir. Y en este autorretrato autobiográfico muestra una vez más sus dudas, las oscilaciones de su apetencia artística. ¿Música o Pintura? La respuesta la dio ella misma a lo largo de su vida. Sin embargo, nos la traslada a nosotros, espectadores de esta hermosa composición alegórica.
Hoy su pintura no ha perdido el encanto que hizo que Goethe, Lawrence Sterne, Sir Joshua Reynolds , A.R. Mengs o el gran escultor Canova, se rindiesen ante ella.
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Rachel Colomer