El espíritu de la colmena, análisis y reparto de la película de Víctor Erice
Víctor Erice es un director sin parangón dentro de la cinematografía española. En más de tres décadas de profesión sólo ha dirigido tres películas: ‘El espíritu de la colmena’, ‘El Sur’ y ‘El sol del membrillo’. La cuarta habría sido la adaptación de ‘El embrujo de Shangai’, la novela de Juan Marsé que finalmente Fernando Trueba llevó a la pantalla, y para la que el director nacido en Carranza ya había escrito un guión que, para su desdicha, desestimó Andrés Vicente Gómez. Por la minuciosidad con que prepara sus películas y por su escasa prodigalidad, Erice está a la altura de un maestro de la talla de Terrence Malick, cineasta concienzudo y meticuloso hasta la exasperación que, como él, tiene una filmografía comprendida por tan sólo tres largometrajes. Las similitudes entre ambos no acaban ahí, pues su ópera prima data de la misma fecha: 1973, el año en que se estrenaron dos obras portentosas como ‘El espíritu de la colmena’ y ‘Malas tierras’.
‘El espíritu de la colmena’ es un relato de iniciación a la vida y, cómo no, a la muerte, la cara en penumbra de Jano y la sombra que se embosca tras nuestros sueños. También es un cuento infantil, como ponen de manifiesto los títulos de crédito, construidos sobre la base de dibujos de párvulos –la autoría es de Ana Torrent, Isabel Tellería y sus hermanos–, la nota introductoria: “Érase una vez... “, y el inevitable “Fin”. La ubicación, un lugar cualquiera de Castilla, es imprecisa para significar que esa historia es común a todos, con independencia de dónde vivamos. La época en que se sitúa, 1940, un año después de la Guerra Civil, nos habla de los sueños rotos.
No existe historia que hable mejor de la creación que ‘Frankenstein’, de Mary Shelley. La proyección de la película de James Whale en el cine de barrio hace que las niñas protagonistas, Isabel y Ana, se pregunten por el sentido de la vida. Ana representa la visión ingenua y soñadora, mientras que Isabel, dos años mayor que ella, cumple la función de mentora que responde con firmeza a las preguntas titubeantes de su hermana. Ambas encarnan los arquetipos de candor y escepticismo que Baltasar Gracián plasmó con gran lucidez en ‘El Criticón’ por medio de Andrenio y Critilo, dos personajes antitéticos en su manera de sentir pero, a su vez, complementarios. Las conversaciones que tienen ambas acostadas en la cama, susurrándose confidencias a la mortecina luz de una vela, revelan de un modo poético el espíritu inquieto y bullicioso que late en el corazón de unas niñas que hallan en la ficción las respuestas a sus interrogantes. La afilada inteligencia de Isabel aflora en estas conversaciones nocturnas, como cuando Ana le inquiere en un hilo de voz: “¿Por qué (el monstruo) mata a la niña y luego le matan a él?”, a lo que ella responde sin asomo de duda: “No le matan. Además, en el cine todo es mentira”. Víctor Erice consigue que el espectador se sienta cómplice de sus renqueantes y asombrosos descubrimientos durante la exploración del fascinante mundo que les rodea.
Los ojos centelleantes y la sonrisa ufana de Isabel dan cuenta de su mente despierta e intrépida. Bien al contrario, la expresión de Ana es serena como el murmullo del agua cuando contempla el reflejo de su rostro a la luz de la luna. Sus ojos se abren desmesuradamente cada vez que satisface el inagotable manantial de su curiosidad. Aunque Isabel proyecta una imagen de seguridad y suficiencia, Ana no es menos medrosa. Cuando en su extravío ve cumplido su deseo de toparse con el espíritu de sus desvelos, no cree estar viendo un monstruo, sino a Narciso. De igual modo, cuando en una de sus travesuras Isabel se hace la muerta para asustar a su hermana, Ana no sale corriendo en busca de ayuda, sino que previamente da la vuelta a su cuerpo e intenta reanimarla.
Uno de los temas centrales de la película es la relación que se establece entre las hermanas. En su engreimiento, Isabel siempre mira a Ana por encima del hombro. Cuando están en el colegio y la maestra le hace una pregunta a Ana, Isabel se la chiva, dándole a entender que ella tiene todas las respuestas. Para darse ínfulas de lista, no vacila en recurrir al engaño para dar cumplida cuenta a sus interrogantes, cuya respuesta asimismo desconoce. Por supuesto, Ana cree a pies juntillas todo lo que le dice, pues le concede una autoridad intelectual derivada de su mayor edad. Es así como Isabel le inculca la idea de que puede hablar con el espíritu del monstruo de Frankenstein, para lo que tan sólo necesita cerrar los ojos y llamarle. Del mismo modo, le hace creer que éste habita en una casa abandonada, junto al pozo. Para no sentirse menos que su hermana, Ana acude a ese lugar un día tras otro, y su perseverancia hace que al final vea al monstruo, si bien en sueños. La música que se oye cada vez que la cámara muestra la casa deshabitada es harto significativa: una versión instrumental del clásico infantil ‘Vamos a contar mentiras’.
Isabel es un personaje que cautiva desde el principio por su mirada desafiante y por su atracción por lo prohibido. Está siempre a punto de traspasar la delgada línea que separa la ingenuidad infantil de la perversión adulta. Sus audaces experimentos están orientados en esa dirección. En una secuencia antológica, que te corta la respiración, oprime sus manos alrededor del cuello de un gato después de ponerlo en su regazo atraído con el falso reclamo de las caricias, hasta que éste gruñe y se revuelve, arañándole un dedo y haciendo manar de él la sangre. No contenta con el resultado, coge un espejo de mano de la mesilla y se contempla los labios mientras los humedece con su propia sangre. La visión purpúrea que le devuelve el espejo le colma de ese placer mórbido que todos hemos sentido alguna vez, placer que le empuja a pasar la lengua por los labios para probar el astringente sabor de sus hematíes. En su premiosa búsqueda de la verdad, esa cometa de estela inaprensible, Isabel juega con la vida como lo haría el doctor Víctor Frankenstein.
Frente a la desbordante imaginación de las niñas, el mundo adulto se nos presenta como triste y macilento. Fernando (Fernando Fernán-Gómez) es un hombre abúlico y taciturno que no ve más allá de sus panales de abejas y de sus setas. Todos los días se queda hasta altas horas de la noche en su gabinete enfrascado en el estudio de la sociedad de las abejas. Empuña la pluma e intenta escribir, pero no consigue avanzar del primer párrafo. A la sombra de sus pensamientos, monótonos como una letanía, se queda dormido. Los primeros rayos del alba, que tiñen la ventana de cristales hexagonales de un color ambarino, le despiertan con el trabajo aún por hacer. Teresa (Teresa Gimpera), su mujer, es más una presencia intuida que real para las niñas. Deambula como un fantasma por el caserón desgarrada por un amor frustrado tras el estallido de la guerra. Escribe cartas para comunicarse con su amado, aunque en realidad no tiene esperanzas de volver a verlo. Aun así, vive cómodamente instalada en la mentira, y dentro de la melancolía, es feliz yendo cada mañana en bicicleta a la estación de tren para comprobar si hay correo a su nombre. Entre el matrimonio no hay amor ni palabras.
La vida transcurre lenta y pesarosa para los adultos, entre silencios, incomunicación y desilusiones, un silencio turbado tan sólo por los zumbidos de las abejas o por la melodía de un reloj de bolsillo.
Como se deduce de lo expuesto, ‘El espíritu de la colmena’ es una película de silencios, que en este caso son tanto más expresivos que las palabras. Los diálogos quedan reducidos a la mínima expresión, pues prácticamente se restringen a los de las niñas. En el lado opuesto, entre los adultos predomina la voz en off, con lo que se nos sugiere que están perdidos en la bruma de sus recuerdos. Este silencio produce unas veces quietud y otras angustia, y se puede entender como un brindis al cine mudo, que con sus limitaciones era capaz de transmitir tantas o más emociones que el sonoro. También es la confirmación de que en ocasiones las palabras sobran. Por otra parte, que Erice es un director arriesgado, al que le gusta experimentar con el lenguaje cinematográfico, queda sobradamente demostrado con ‘El sol del membrillo’, atípica película, a mitad de camino entre el documental y la ficción, que sigue la evolución del pintor Antonio López durante varios meses en que se propone pintar, para luego acabar dibujando, un membrillero de su jardín.
Aparte del peso del silencio, lo más llamativo de ‘El espíritu de la colmena’ son sus encuadres y sus casi imperceptibles movimientos de cámara. Víctor Erice opta por el plano fijo y un encuadre inalterable para mostrar la casa abandonada, el colegio y la carretera serpenteante que conduce a la estación de ferrocarril. Se percibe una fascinación del director vizcaíno por la locomotora y por los rieles, un elemento con profundas reminiscencias cinematográficas y literarias –desde ‘Anna Karénina’, de Tolstoi, a ‘Llegada del tren a la estación’, de los Lumière–. No en vano, el fotograma más celebrado de la película es aquél en que Ana mira a cámara en mitad de las vías del tren, con ojos preñados de inocencia y pesadumbre, al tiempo que Isabel apoya la oreja en el riel para presentir la llegada del convoy. En especial la carretera recuerda al camino zigzagueante que recorría una y otra vez el niño protagonista de ‘¿Dónde está la casa de mi amigo?’, de Abbas Kiarostami. El director iraní también dejaba la cámara estática en un plano general de precisión milimétrica. Además de estos planos fijos con profundidad de campo, también hay travellings medidos y suaves que ayudan a contemporizar la narración. El trabajo detrás de la cámara de Luis Cuadrado es realmente remarcable.
Un detalle que hace único a este filme es que los personajes conservan el nombre de los actores que los interpretan. Esto es algo insólito, pero que tiene su lógica, pues al espectador le da lo mismo que un personaje se llame Fernando o Pedro, y si al actor le sirve de ayuda, bienvenida sea. Fundamentalmente en el caso de las niñas, este bastón de apoyo es muy útil. Al mismo tiempo, para un intérprete debe de ser reconfortante recrear un papel creado ex profeso para él.
El evocador título de la película lo tomó prestado Erice de una expresión fetén de ‘La vida de las abejas’, obra naturalista del dramaturgo y poeta belga Maurice Maeterlinck. No podía ser más adecuado, pues por una parte Ana persigue incansablemente la ilusión del espíritu del monstruo, y por otra, la colmena simboliza la sociedad humana, con sus abejas que pululan de un lado para otro sin saber qué les impulsa a moverse.
El guión de ‘El espíritu de la colmena’ lo escribieron al alimón Víctor Erice y Ángel Fernández Santos, veterano crítico de cine que escribía en las páginas de El País y que nos dejó hace poco más de un año. Su corta experiencia no fue óbice para que pergeñaran un guión sensible y profundo.
Quizá lo que más se recuerde de ‘El espíritu de la colmena’ sea la interpretación de Ana Torrent, que encandiló a los espectadores con su mirada límpida y soñadora. Aunque luego participó en más películas, no fue hasta ‘Tesis’ que su nombre volvió a sonar con fuerza. Con toda seguridad, Alejandro Amenábar tomó buena nota de las hermanas de ‘El espíritu de la colmena’ para crear los niños de ‘Los otros’, porque, por extraño que parezca, el filme de Erice también tiene mucho de historia de fantasmas al más puro estilo gótico.
Hace dos años el Festival de San Sebastián le rindió un merecido homenaje por los veinte años transcurridos desde su estreno, en ese mismo marco. Como es obvio, ganó la Concha de Oro, pero más importante que eso es haberse ganado el corazón de tantos espectadores.
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Óscar Bartolomé