Sobre El Parnasillo

Hay pocas películas capaces de sacudir nuestra conciencia hasta hacernos dudar de si lo que estamos viendo en pantalla es atribuible a la malicia del director o a nuestra mente retorcida. Tal es el caso de ‘Tideland’, el último experimento de Terry Gilliam, una suerte de ‘Alicia en el País de las Maravillas’ pasado por el tamiz de las drogas y la locura, todo ello enmarcado en un recóndito paraje del sur de los EE.UU. que remite al ambiente lóbrego de ‘Psicosis’ y a la soledad de las pinturas de Edward Hopper y Andrew Wyeth ('El Mundo de Cristina').
Estos dos temas, drogas y locura, no son nuevos en la filmografía de Gilliam; antes bien, se diría que son sus particulares demonios, esas obsesiones que le acechan en cada esquina y de las que no puede librarse. En la totalidad de sus películas, de uno u otro modo, se hallan presentes. Baste recordar los delirios alucinógenos de Johnny Depp y Benicio del Toro en ‘Miedo y asco en Las Vegas’, un homenaje al padre del periodismo gonzo, Hunter S. Thompson, o el manicomio –hoy lo llamarían sanatorio mental– de ‘Doce Monos’, donde un enajenado e hiperactivo Brad Pitt contagiaba a Bruce Willis sus apocalípticas –y no tan descabelladas en el fondo– paranoias sobre el fin de la humanidad.
Por lo que se refiere a su argumento,
‘Tideland’ recurre a varios tópicos del
género de terror, como son la casa de madera abandonada
y destartalada, el
ambiente endogámico y malsano y los personajes perturbados
con aficiones tan comunes como la taxidermia, el embalsamamiento
o los animales disecados. La película está basada
en una novela de Mitch Cullin, pero si hubiera sido de Robert
Bloch nadie habría notado la diferencia. Ahora bien,
lo que le da un toque especial es su naturaleza de cuento
de hadas macabro, con escenas de una imaginación bizarra
y desbordante a la que ya nos tiene acostumbrados su autor
–y que en ocasiones devienen excesivas e irritantes,
como en la abigarrada fábula futurista ‘Brazil’–.
El miembro americano de los desaparecidos Monty Python es, qué duda cabe, uno de los escasos directores que cuentan con un imaginario fácilmente reconocible. Otros cineastas con universos creativos paralelos al suyo son David Lynch, Tim Burton o Jean-Pierre Jeunet. Este último es probablemente el que más se le parece, por su destreza a la hora de combinar elementos infantiles con destellos perversos. Ambos comparten un gusto irracional por animar objetos y personificar animales, como en ‘Amélie’, así como una querencia por los regüeldos y las flatulencias que a mí, personalmente, me parece que están de más. Respecto a Burton, decir que la banda sonora de Michael y Jeff Danna se asemeja a las que compuso Danny Elfman para películas como ‘Eduardo Manostijeras’ o ‘Sleepy Hollow’.
‘Tideland’ es una película
que transmite mucho más por cómo está
rodada que por lo que cuenta, hasta el punto de que es una
lección magistral sobre cómo colocar la cámara.
Todos los tiros de cámara responden a una intención
artística, como ese plano en el que se nos muestran
en primer término las cabezas decapitadas de las muñecas
apoyadas sobre un peldaño de la escalera y el resto
de la habitación al fondo, con el cuerpo yerto y abotargado
de Noah apoyado en la mecedora y el polvo cubriendo toda la
estancia. La
fotografía de Nicola Pecorini es de una belleza límpida
y luminosa, acorde con el esplendor de los campos de trigo
–en contraste con la sordidez de la historia, que para
otro director hubiera demandado unos matices más oscuros
y menos acrisolados–, tanto en los espacios exteriores
como en los interiores. La composición de los planos
y el sesgo, así como su oscilación, agudizan
el desequilibrio mental de los personajes. La profundidad
de campo y los travellings agilizan la narración, dotándola
de una enorme potencia visual.
En el capítulo interpretativo, Jeff Bridges vuelve a trabajar con Terry Gilliam después de ‘El rey pescador’, aunque su personaje, Noah, se parece más a El Nota, el por muchos adorado hippie de ‘El gran Lebowski’. Lo cierto es que es un actor que se presta bien al oscuro universo de Gilliam, y está impecable en su papel de padre modélico adicto a los chutes de heroína y a los paraísos artificiales con viaje sin retorno. A Jennifer Tilly también le viene que ni pintado el rol de madre desquiciada y drogadicta. Sin embargo, la estrella de la función es la jovencita Jodelle Ferland, auténtica protagonista de la película, y quien tiene la responsabilidad de cargar con todo el peso dramático de la historia. Su interpretación de Jeliza-Rose, una niña atrapada en un mundo de fantasía ciertamente enfermizo, con desdoblamiento de la personalidad incluido, es más que elogiable.
Aunque ‘Tideland’ contiene
abundantes elementos dramáticos, su verdadera naturaleza
es la de comedia negra. Está claro que Terry Gilliam
se ríe irónicamente de la estricta moralidad
burguesa y de la gazmoñería y el puritanismo
propios de la sociedad americana, jugando a su antojo con
las convenciones socialmente aceptadas y presentándonos
como un juego de niños actos de indudable inmoralidad.
En cierto sentido, un niño, con su mente pura e inmaculada,
entendería mejor que un adulto, constreñido
por tantos prejuicios sobre el sexo y la muerte, las extrañas
relaciones que se dan entre Jeliza-Rose y Dickens, el chico
deficiente y epiléptico al
que le han extirpado una porción de cerebro y cuyo
nombre a buen seguro proviene del imperecedero autor de ‘Cuento
de Navidad’. En su malévola jocosidad, Gilliam
sólo sugiere, dejando que sea el espectador el que
culmine con su imaginación la aberración que
está a punto de perpetrarse, pero que nunca se perpetra.
El adelantarse con la imaginación propia a los sucesos
que la imaginación ajena pone en escena te mantiene
en un constante estado de tensión que hace que el ritmo
de la narración nunca decaiga, aun cuando el metraje
del filme está un tanto inflado. Eso es lo que hace
de Terry Gilliam un autor-demiurgo: manipular –en el
buen sentido de la palabra– al espectador.
Jeliza-Rose es tan cándida y pura que aún no ha adquirido la noción de muerte. Incluso cuando su padre es un cadáver frío y putrefacto o una momia de piel tirante –precisamente en aquello a lo que aspiraba a convertirse Noah; ironía del destino– sigue tratándolo como a un ser vivo, y continúa con su habitual regocijo como si nada hubiera ocurrido, abriendo sus ojos a las maravillas y miedos que la vida le ofrece. De otro lado, para subrayar la inocencia de las relaciones que mantiene con Dickens, Gilliam hace que este personaje, debido a su retraso, tenga la mentalidad de un niño de 10 años, con lo que las relaciones son de igual a igual, entre dos seres que viven su despertar sexual, y donde la iniciativa recae del lado de ella. Lo dicho, un juego cómicamente perverso del autor.
Si se analiza bien, todos los cuentos
infantiles tienen algo de perturbador o terrorífico,
pero algunos directores, buceando en el subconsciente freudiano,
han sabido crear fábulas que sacan a la superficie
esas pulsiones de vida y muerte –Eros y Tánatos–
que laten en su interior. Un buen ejemplo de ello es ‘Terciopelo
Azul’, de David Lynch, que puede interpretarse como
una versión siniestra de ‘Hansel y Gretel’;
o ‘Mulholland Drive’,
otra vuelta de tuerca a la novela de Lewis Carroll. No es
un secreto que ‘El Mago de Oz’ es la obra más
influyente de toda una generación de cineastas americanos,
desde Francis Ford Coppola a David Lynch.
Por seguir con los cuentos infantiles, no deja de tener su gracia que la anterior obra de Terry Gilliam fuera ‘El secreto de los hermanos Grimm’, una película alimenticia concebida como mero pasatiempo y sustento de proyectos más personales y arriesgados como esta ‘Tideland’, un previsible batacazo comercial que tampoco ha gustado a la crítica acomodada –como era de esperar, por otra parte–.
Sólo me resta decir, para poner punto final a esta crítica, que ‘Tideland’ no es plato de todos los gustos, pero que posee suficientes virtudes como para atreverse a sumergirse en ese Océano de los Cien Años que plantea Terry Gilliam, toda una provocación –inteligente, eso sí– a las mentes bienpensantes. Un director que hace declaraciones como que “lo que más intriga de las películas que hago es mi suposición de que hay gente inteligente en el planeta” o “quiero que la gente diga de la película o que es genial o que es una mierda” merece un reconocimiento.
Tráiler de 'Tideland'
Óscar Bartolomé